Es Vedrà como signo
«Habitará en lo alto y tendrá, con pan y agua, su alcázar en un picacho rocoso». (Isaías 33,16)
10.11.2014 | 08:42
MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ | IBIZA
Es Vedrà como pudo verlo el eremita de ´Las antiguas Pitiusas´, Francisco Palau.
Geografía. No conozco a ningún escritor, pintor o poeta, que, con sus palabras, pinceladas o versos, consiga transmitirnos la vivencia que experimentamos al ver el Vedrà, un islote de sólo 5 kilómetros de perímetro, pero ciclópeo, imponente, telúrico, un paisaje que por su magnificencia parece irreal y nos remite a relatos antiguos de héroes, gigantes y dioses. Con el diorama del Vedrà como fondo de un mítico encuadre, uno puede ver el Argos de Jasón y los argonautas en busca del vellocino de oro. O la nave de Ulises camino de Itaca.
Muchos navegantes del pasado pudieron confundir en las aguas del mítico Vedrà fócidos y sirenas que trataban de engañarles con sus cantos. Espacio de magnéticas resonancias que se nos impone como un absoluto, es Vedrà es un signo de algo que, a pesar de su grávida inmediatez, nunca desvelamos del todo. Permanece secreto y distante. Es Vedrà es el grito tectónico de Gea, el vestigio de un mundo primigenio, un ámbito arcano, simbólico y numinoso que viene definido por tres elementos: el agua, la isla y la montaña.
El agua. Símbolo de vida, el agua es el elemento primordial que soporta cuanto existe. Las aguas existieron antes que la tierra. El Génesis arranca diciendo que «las tinieblas cubrían el abismo y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas». Todas las cosmogonías participan de las hidrofílias con el agua lustral como fons et origo, matriz de cualquier existencia. Las religiones se han apropiado luego del simbolismo del agua para interpretar la realidad y de ahí el bautismo cristiano, la inmersión hinduista en las aguas del Ganges y las abluciones del Islam. El agua tiene un poder germinativo, iniciático, regenerador, la capacidad de exorcizar y facilitar el renacimiento. Los oráculos están junto a las aguas que limpian y renuevan. El diluvio es un mito de purificación, catarsis y restauración. Los cristianos se santiguan con agua, el sacerdote asperja a los fieles con agua y en la misa, antes de consagrar, se lava las manos. De ahí que es Vedrà, en su emergencia de las aguas, sea también un signo. Francisco Palau i Quer, el eremita del Vedrà, lo ve así: «este islote se levanta en las aguas como un Monte Santo», como un espacio revelador de trascendencias, utopías y sueños.
La isla. Si las hierofanías y teofanías casan el mar y la tierra, ningún lugar descubre mejor ese maridaje que esta roca marina en la que se manifiesta con toda su potencia la maternidad tectónica de Gea, Tellus Mater. Pero la isla es además un espacio separado y distinto, un ámbito que rompe la homogeneidad y que en su aislamiento se singulariza del espacio profano circundante. La isla se convierte así en un lugar único y sagrado, una fuente de energía que permite al hombre, sólo con penetrar en él, participar de su fuerza y su sacralidad. Esta condición significativa explica las islomanías, la mitificación de las islas y la atracción que éstas ejercen sobre el ser humano. En cierta manera, todas las islas son Itaca, ese lugar originario que perdimos y al que necesitamos regresar. Desde esta perspectiva, no puede extrañarnos el magnetismo que es Vedrà ejerció en el Padre Palau: «Se abrieron los cielos y la isla se cubrió de la gloria de Dios». La montaña.
La montaña. En su búsqueda ciega de la divinidad, el hombre ha construido en lugares elevados los santuarios, templos, eremitorios, abadías, monasterios, iglesias y catedrales porque vio en la montaña el punto de encuentro de cielos y tierra. Lo alto, en tanto que relevante, trasciende lo ordinario y común, es un lugar revelador. Babel descubre el esfuerzo prometeico del hombre por alcanzar la morada de los dioses. Las pirámides sacrificiales aztecas y los ziqqurats mesopotámicos eran lugares elevados. La montaña, por sí misma, es un lugar sobresaliente y orientador: axis mundi. Por eso son lugares sagrados el monte Meru en la India, el Garizim en Palestina, el Haraberezaiti en Irán, el Sinaí, el Horeb, el Gólgota y el Tabor o Tabbaûr, que significa ´ombligo de la tierra´, centro del mundo. Al ascender a la montaña, el peregrino alcanza ese punto límite donde vive una ruptura de nivel: en la cima deja atrás el espacio profano y penetra un espacio sagrado, un ámbito que propicia las revelaciones: «Monte santo, abre tu seno y acoge en tus entrañas a este mortal», dice el Padre Palau. Ésta es la virtud del Vedrà como signo, como lugar en el que se encuentran y separan lo sagrado y lo profano. La realidad no es homogénea, presenta rupturas y en ella hay espacios como el del Vedrà, cualitativamente diferentes. Y no lo decimos desde la especulación teológica, sino desde una vivencia anterior a toda reflexión. A partir de ella, el hombre quiere vivir en lo sagrado porque lo santo está saturado de ser. Es la profunda nostalgia de los hombres que quieren ser como dioses y habitar el mundo divino. Una nostalgia que expresa el deseo de vivir en un ámbito puro y primigenio, en una guisa de ontológica Itaca.
El agua. Símbolo de vida, el agua es el elemento primordial que soporta cuanto existe. Las aguas existieron antes que la tierra. El Génesis arranca diciendo que «las tinieblas cubrían el abismo y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas». Todas las cosmogonías participan de las hidrofílias con el agua lustral como fons et origo, matriz de cualquier existencia. Las religiones se han apropiado luego del simbolismo del agua para interpretar la realidad y de ahí el bautismo cristiano, la inmersión hinduista en las aguas del Ganges y las abluciones del Islam. El agua tiene un poder germinativo, iniciático, regenerador, la capacidad de exorcizar y facilitar el renacimiento. Los oráculos están junto a las aguas que limpian y renuevan. El diluvio es un mito de purificación, catarsis y restauración. Los cristianos se santiguan con agua, el sacerdote asperja a los fieles con agua y en la misa, antes de consagrar, se lava las manos. De ahí que es Vedrà, en su emergencia de las aguas, sea también un signo. Francisco Palau i Quer, el eremita del Vedrà, lo ve así: «este islote se levanta en las aguas como un Monte Santo», como un espacio revelador de trascendencias, utopías y sueños.
La isla. Si las hierofanías y teofanías casan el mar y la tierra, ningún lugar descubre mejor ese maridaje que esta roca marina en la que se manifiesta con toda su potencia la maternidad tectónica de Gea, Tellus Mater. Pero la isla es además un espacio separado y distinto, un ámbito que rompe la homogeneidad y que en su aislamiento se singulariza del espacio profano circundante. La isla se convierte así en un lugar único y sagrado, una fuente de energía que permite al hombre, sólo con penetrar en él, participar de su fuerza y su sacralidad. Esta condición significativa explica las islomanías, la mitificación de las islas y la atracción que éstas ejercen sobre el ser humano. En cierta manera, todas las islas son Itaca, ese lugar originario que perdimos y al que necesitamos regresar. Desde esta perspectiva, no puede extrañarnos el magnetismo que es Vedrà ejerció en el Padre Palau: «Se abrieron los cielos y la isla se cubrió de la gloria de Dios». La montaña.
La montaña. En su búsqueda ciega de la divinidad, el hombre ha construido en lugares elevados los santuarios, templos, eremitorios, abadías, monasterios, iglesias y catedrales porque vio en la montaña el punto de encuentro de cielos y tierra. Lo alto, en tanto que relevante, trasciende lo ordinario y común, es un lugar revelador. Babel descubre el esfuerzo prometeico del hombre por alcanzar la morada de los dioses. Las pirámides sacrificiales aztecas y los ziqqurats mesopotámicos eran lugares elevados. La montaña, por sí misma, es un lugar sobresaliente y orientador: axis mundi. Por eso son lugares sagrados el monte Meru en la India, el Garizim en Palestina, el Haraberezaiti en Irán, el Sinaí, el Horeb, el Gólgota y el Tabor o Tabbaûr, que significa ´ombligo de la tierra´, centro del mundo. Al ascender a la montaña, el peregrino alcanza ese punto límite donde vive una ruptura de nivel: en la cima deja atrás el espacio profano y penetra un espacio sagrado, un ámbito que propicia las revelaciones: «Monte santo, abre tu seno y acoge en tus entrañas a este mortal», dice el Padre Palau. Ésta es la virtud del Vedrà como signo, como lugar en el que se encuentran y separan lo sagrado y lo profano. La realidad no es homogénea, presenta rupturas y en ella hay espacios como el del Vedrà, cualitativamente diferentes. Y no lo decimos desde la especulación teológica, sino desde una vivencia anterior a toda reflexión. A partir de ella, el hombre quiere vivir en lo sagrado porque lo santo está saturado de ser. Es la profunda nostalgia de los hombres que quieren ser como dioses y habitar el mundo divino. Una nostalgia que expresa el deseo de vivir en un ámbito puro y primigenio, en una guisa de ontológica Itaca.
Así es como el eremita vio es Vedrà. Una vivencia que, sin que sepamos por qué, antes o después, en alguna ocasión, nos alcanza también a nosotros.
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