miércoles, 23 de febrero de 2011

F. PALAU, Un gran testimonio de amor a la Iglesia

FRANCISCO PALAU, CONTEMPLATIVO... EN MISIÓN


por Francisca Esquius Pubill, cm

Y es que “el amor todo lo cree posible”.

Solo desde esta convicción puede uno adentrarse en la apasionante y evangélica aventura a la que se lanzó Francisco Palau hace ya más de un siglo, profundamente “tocado” por el fuego del Espíritu y progresivamente “tocado” por el fuego de una sociedad convulsionada por mil y una revueltas en su enfoque político, en sus convicciones religiosas y en los valores que dan consistencia a la cotidiana búsqueda de equilibrio y de sentido.
Y tal vez es esto lo que más puede interesarnos de Francisco. Porque no vivimos en tiempos para “entretenerse” repasando historias del pasado sino para acercarse, con los pies descalzos, como quien se acerca a terreno sagrado, a esos testigos de ayer que siguen teniendo la capacidad de contagiarnos un audaz aliento profético para el HOY.
Qué fue primero en él ¿la contemplación... la misión...? Lo que sin duda se dió primero fue la iniciativa de Dios que, como hace con todo profeta y todo apóstol, pronunció su nombre allá en lo más profundo e íntimo de su ser, reclamándole ese amor preferencial y celoso, que solo se satisface en la medida en que crece en fidelidades y en intuiciones de búsqueda y de compromiso.
En la experiencia de Palau, la misión nunca será un añadido complementario a su talante contemplativo sino que será, precisamente, la expresión más clara y diáfana de la verdad de esa contemplación. Porque contemplación y misión tienen su misma y única fuente en el amor: “Porque te amo busco en los servicios ocasión de complacerte” (Escritos 829, 7) Misión, apostolado, evangelización... palabras de raíz y etimología variada pero con un fondo inequívocamente común: la pasión por el Reino.
Francisco, en el monte del “encuentro” y en el llano de la “historia” sabe descubrir y sabe vivir ese amor que le cautivó de por vida. Un amor que le atraía hacia “el más profundo centro” y a la vez lo lanza hacia la más radical periferia, porque en ambos espacios teofánicos se le hacía presente su Amada: la Iglesia.
Le preguntaba... (se preguntaba):
     “Cuando me veas solo ¿estarás conmigo?
-Si y también cuando estés en compañía, porque yo soy los prójimos unidos entre sí por amor bajo Cristo mi Cabeza; y cuando estás con ellos estás conmigo y yo en ti” (Escritos 793, 1)
Y más adelante:
      “Si estoy solo, tú eres mi compañía. Y si estoy con los pueblos... ellos son tu cuerpo. ¡Compañera mía, compañera! (Escritos 794, 3)

Su secreto... la escucha

No hay duda de que el suyo fue un amor apasionado. El silencio, la soledad, la oración –irrenunciables en su vivencia- son para él lugar de escucha, ocasión de intuición mística y espacio para releer la misión. Escucha a Dios que le pacifica y le remueve. Escucha a la historia, con sus gritos, sus cantos, sus silencios, sus preguntas... Y es esta experiencia de escucha contemplativa la que genera en él una auténtica audacia para la misión. Porque siente que cada amenaza a la fe, cada convulsión histórica, cada herida no sanada, reclama de él una “presencia” y una respuesta.
Su constante voluntad de búsqueda y la progresiva comprensión del Misterio de la Iglesia, que le viene por la experiencia de encuentro con el Cristo Total: “Mi Amada no es otra cosa que Jesucristo como Cabeza de su cuerpo moral que es la Iglesia y los prójimos” (Est. 843, 25)
cristaliza en Palau en actitudes concretas y vitales que le abocan a la misión y le llevan a experimentar y expresar una convicción definitiva:
        “Mi  misión  se  reduce  a  anunciar  a  los  pueblos  que  tú  eres  infinitamente  bella  y  amable y a predicarles que te amen. Amor a Dios, amor a los prójimos: este es el objeto de mi misión. Y tú eres los prójimos formando en Dios una sola cosa. 
        “Marcha –dijo- yo te envío” (Escritos 887, 2)
Anunciar la belleza de la Iglesia... y predicar que la amen. Sabe ver en ella la presencia de Jesús prolongada en la historia. La descubre como “la Hija Amada” en la que el Padre se complace. Y se complace en la medida en que esa Iglesia -Hija Amada- acoge y ofrece, al vivo, las mismas actitudes de Jesús. En consecuencia, entiende y vive la misión como memoria provocativa y actualizada de un Jesús que:
-       anuncia la Buena Noticia
-       hace atractiva la filiación y la fraternidad
-       realiza gestos salvadores: luchar contra el mal y pasar haciendo el bien.
Palau intuye en su contexto socio-cultural y religioso la urgencia de un profetismo con rostro de Iglesia samaritana, acogedora, sanadora, gratuita. Con gestos de Iglesia dignificadora, respetuosa, leal. Con signos de Iglesia esperanzada, en clave pascual, que sabe asumir lo que va muriendo y descubrir lo que va resucitando. Por eso, él mismo vive la misión como anuncio profético de Buena Noticia y de gestos salvadores. Es un hombre que está en la historia pero, sobre todo, que se sitúa adecuadamente en esa historia, desde su identidad. Afirmado en sus raíces pero en continua actitud de búsqueda. En Palau la misión apostólica no es tanto servicio en la Iglesia sino un modo de entender y vivir el misterio de la Iglesia, que lo sitúa continuamente en la alternativa de responder con gestos concretos de “servicio”.

Ojos para ver... convicción para actuar

Porque contempla la realidad y en la oración la pasa por el corazón de Dios,  Francisco Palau toma el pulso a una humanidad herida por innumerables pobrezas: la falta de cultura, que obliga al pueblo a vivir en situación de dependencia y desprotección. Las corrientes ideológicas, que hacen peligrar la convicción de una fe frecuentemente aquejada de escasa formación religiosa. El peso de tradiciones y costumbres, que atentan contra la dignidad de la persona y ponen en riesgo el tesoro de la convivencia. La debilitación de los valores humanos y religiosos, que llevan a echar por tierra la más elemental ética social. ¡Y así tantas otras pobrezas!.
Y surge, espontánea e irrefrenable, la decisión de servir. Decisión que le marca no sólo a él sino a aquellos que se acogen a su orientación de Padre y Fundador:
       “Mira, contempla y medita en Jesús crucificado, el cuerpo moral suyo que es la Iglesia, llagada por las herejías y errores y pecados; y en fruto de esa meditación... ofrécete, date y entrégate toda a Él para que en ti y por ti y contigo haga lo que le plazca...  Negocia  en el  cielo la cura y el alivio de Jesús paciente en su cuerpo místico crucificado” (Escritos 1083, 7)
El contacto con la realidad le pone en camino. Un camino que lo conducirá unas veces a la frontera de lo trascendente, donde están en juego la fe y los valores y otras veces a la frontera de la exclusión, donde se atenta contra el mismo Dios en los miembros más pequeños y sufrientes de su Cuerpo:
       “Soy la Virgen sin tacha ni arruga ni dolencias,  soy la Iglesia universal...  Soy tu Esposa, tu Madre, Tu  Reina...  En medio de los pueblos  soy tu hija, la iglesia  militante sobre la tierra,  y lloro con los que  lloran y sufro con los que sufren; aquí tú eres mi padre, mi médico, aquí mi consuelo y alegría, aquí tu palabra es el pan de mi vida,  y cuanto haces a mis miembros los enfermos lo haces a mí y yo te lo agradezco, y porque me buscas y sirves en los pecadores, enfermos y afligidos, porque en la pena y aflicción me das consuelo, por eso en el monte yo te volveré mil por uno” (Escritos 827)                 
Ahí es donde pone en juego toda su capacidad de discernimiento, su creatividad metodológica, su audacia profética y su profunda libertad. Y poco a poco va dibujándose la convicción que dará unidad a su entrega y que lo sumerge instintivamente en la dinámica unificadora del misterio de comunión; “Amor a Dios, amor al prójimo, es el objeto de mi misión”.

Una única misión... variedad de apostolados
Cuando Palau repasa, a la sombra de su madurez espiritual, esa corriente amorosa que desde su infancia le fue marcando opciones, ofrece pistas elocuentes que nos ayudan a descubrir que su preocupación no estuvo tanto en el qué hacer sino en cómo responder a la llamada que la Iglesia le hace, en unas coordenadas concretas de circunstancia, tiempo y lugar. Eso nos permite asomarnos a su apostolado sin que se perciba la más mínima ruptura en el enfoque, a pesar de la aparente dispersión y variedad de obras. Al  contrario, es como reafirmar desde ángulos diversos una meta y un objetivo claro y esencial: el amor a la Iglesia, el amor al Cristo Total –Dios y los prójimos- en un apasionante misterio de comunión.
Detengamos la mirada en algunos de los que serían sus “apostolados” más significativos:

  • La oración, como ejercicio de discernimiento y apostolado de intercesión.
  • Las misiones populares, como adhesión a la corriente eclesial de su época y a la invitación del Papa en defensa de la Iglesia y para la regeneración de costumbres.
  • La predicación, oral y escrita, como anuncio de evangelio y cauce de conversión personal y social.
  • La formación, especialmente orientada a los laicos, como camino de profundización en la fe y expresión de un cristianismo responsable, transformador y comprometido.
  • El acompañamiento personal y grupal, como pedagogía mistagoga fundamentada en su vivencia de testigo y en su carisma de maestro.
  • La sanación, como liberación integral de la persona, herida en su cuerpo o en su espíritu y necesitada, por lo tanto, de una atención material y humanizadora, de estabilidad y reconocimiento afectivo, de dignificación por encima de cualquier esclavitud proveniente -directa o indirectamente- de las fuerzas del mal.
Apostolados a los que se entregó apasionadamente y que bien vale la pena conocer más a fondo. Baste alguno de sus numerosos textos para percibir la carga vital que impregnaba esa acción apostólica:
      “Yo me  vuelvo loco,  ese  amor  para  contigo,  oh Iglesia santa,  me quita el juicio.  Ando como un
       Padre que viendo a su hija adorada  entre las  uñas del león, sin calcular sus fuerzas se echa  sobre
       él para salvarla;  soy  como  un pobre padre  de  familia que anda sobre las llamas,  que se precipita
       sobre lo profundo de las aguas para salvar a su hija, y  como el amor todo  lo cree  posible, sin mirar
       si tiene o no medios de salvación, se mata, se arruina, se precipita... desde que recibí en mi corazón
       el amor de padre para contigo, ya no ha habido en mí más reposo” (Escritos 845, 29 - 30).                                                                                                                                   

Ligero de equipaje... pero revestido de lo “imprescindible”
Palau no es un iluminado que se lanza ingenuamente a la aventura de la evangelización. Es un hombre que ha recorrido, paso a paso, el camino de la búsqueda y el camino de la entrega:
    “El amor era un fuego entre cenizas, pero bien pronto se encendió...  La pasión del amor no estaba en
     mi ociosa,  sino que  crecía  de año  en año  hasta devorar el corazón...  Yo amaba con tal pasión que
     busqué mil ocasiones para acreditar que ofrecía y daba mi vida en testimonio de mi lealtad”
     (Escritos 871, 14 - 16).
Y va aprendiendo, como todo enviado, que hay que salir al camino ligero de equipaje pero revestido de lo “esencial”. Simplemente un elemental equipaje afectivo, mediático y profético, para hacer llevadero y posible el camino de la evangelización.

* Un equipaje afectivo, imprescindible para poder disfrutar anunciando,     fundamentado en una intensa soledad acompañada y enriquecida por una gratificante experiencia de fecundidad. Palau siente la presencia de su Amada y vive “a dos” los éxitos y contratiempos de la misión:
Raquel (alusión a la mujer bíblica que le figura a su amada, la Iglesia) estaba en medio de los bosques por donde me hallaba y la rodeaba el ganado de su Padre” (Escritos 793, 1-3).
Y en ese equipaje, María, como reina y compañera de toda misión.
      *   Un equipaje mediático, repleto de objetividad para analizar las situaciones y para detectar las necesidades y las posibilidades:
          “Mírale  en  este cuerpo  que es su Iglesia,  llagado  y crucificado,  indigente, perseguido, despreciado y burlado. Y bajo esta consideración, ofrécete a cuidarle y prestarle aquellos servicios que estén en tu mano” (Escritos 1088, 2)
      Siempre aceptando procesos, aprendiendo de la experiencia y tratando de aplicar el método más adecuado:
          “Enseñar sin forma equivaldría a edificar sin plano y sin idea; esto ni en lo natural ni en lo artificial es  acertado...  E l acierto  en  la  adopción  y  elección  de  una  forma  conveniente  es, en  toda enseñanza, de tal interés que de ella pende el que ésta sea más o menos fructuosa” (Escritos 403, 4 - 5).
        Y  sobre  todo,  retomando  continuamente  la  misión.  En Palau, el último acto del apostolado nunca es la “acción” sino la relectura de esa acción a la luz de Dios.
*   Un equipaje profético, como fruto de su intuición mística y de su libertad interior.
Esto le lleva a actuar sin reservas, como quien no tiene nada que perder:
    “Cuando Dios me llama, nada hay de cuanto se me pone delante por terrible y desagradable que sea, que no lo asalte y atropelle” (Escritos 1110,1).
Vive convencido de la misión que le ha sido confiada:
    “Marcha, yo te envío, y en medio del choque te diré lo que tengas que hacer” (Escritos 620, 31).
Y en otro texto: “Esas gentes que corren tras ti y vienen a mí en la misión que para ellas te ha dado mi Padre (habla la Iglesia) son el ganado que apaciento en los bosques de este mundo
(Escritos 796, 4).
Apasionado por dar alivio al Cuerpo de Cristo llagado en sus miembros, se esfuerza en poner nombre a esas llagas y en seleccionar y aplicar el remedio más eficaz:
“Cuida... consuela... alivia...” (Escritos 746, 31).
Y siempre con la audaz iniciativa del amor, porque “el amor no puede estar ocioso” (Escritos 906, 1).

En resumen, Francisco Palau es un creyente apasionado que no duda en poner en                                                                                                                  juego toda su persona, al servicio del Reino:
-       Agudiza la vista... para analizar la realidad
-       Afina el oído... para escuchar con el corazón
-       Pone en juego su “olfato”... para intuir futuro
-       Le toma gusto al amor,,, para no perder el “norte”
-       Y pone manos a la obra... para la construcción del Reino

Una provocativa invitación a los creyentes del siglo XXI, para vivir la misión apostólica que se nos confía, enraizados en lo esencial de nuestra fe, atentos al grito de la Historia y abiertos a la novedad del Espíritu, que nos llama a aligerar el peso de todo equipaje superfluo y a revestirnos, como lo hizo Palau, humilde y simplemente, de lo esencial.

martes, 22 de febrero de 2011

UN CARMELITA A LA INTEMPERIE

Escrito por + Josep Àngel Saiz Meneses - Obispo de Terrassa

miércoles, 16 de febrero de 2011

Hace doscientos años nacía en Aitona, provincia de Lleida, el padre Francesc Palau i Quer (1811-1872), carmelita descalzo, fundador de dos congregaciones religiosas, las Carmelitas Misioneras y las Carmelitas Misioneras Teresianas, presentes ambas en nuestra diócesis.
El Padre Palau fue beatificado por Juan Pablo II en el año 1988. De él se ha dicho que fue un carmelita a la intemperie. Y ciertamente, lo fue. Recibida la vocación sacerdotal, estudió en el Seminario de Lleida cuatro años, pero fascinado por la vida y los escritos de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz, pidió ingresar en los Carmelitas Descalzos de Barcelona, donde profesó en 1833. Dos años después, en 1835 –año de las desamortizaciones y de las disposiciones civiles de exclaustración de los religiosos- se vio obligado a dejar su Orden. Ya exclaustrado, fue ordenado sacerdote al año siguiente y compaginó la vida parroquial con la vida eremítica, ya que siempre vivió y murió como un verdadero carmelita. Vivió como ermitaño primero en el lugar que se conoce como Cueva del padre Palau, en Aitona. Exiliado a Francia durante once años (1840-1851), continuó este estilo de vida en diversas localidades del Pirineo francés.

De retorno a Cataluña, se integró a la pastoral de la diócesis de Barcelona, que regía su amigo el obispo Doménech Costa i Borràs. En Barcelona creó la llamada “Escuela de la virtud”, destinada a la catequesis de adultos, que se reunía en la iglesia de San Agustín, cerca de las Ramblas, y que tuvo una gran aceptación y fue vanguardista en la formación social de los católicos. El año 1854 esta Escuela fue prohibida por las autoridades civiles acusada de incitar alborotos y desórdenes públicos. El padre Palau fue desterrado a Ibiza y el obispo Costa i Borrás a Cartagena.

Este segundo exilio permitió al padre Palau hacer apostolado en las Islas Baleares y también allí encontró un lugar donde vivir su vocación como contemplativo carmelita; se retiraba al islote de Es Vedrà, para alabar a Dios, meditar y hacer penitencia. El año 1860 un real decreto de Isabel II declaró su inocencia y la injusticia de un exilio que duró seis años.

Regresado a Barcelona, pudo dedicarse a su vocación como fundador y, entre sus primeros colaboradores tuvo a su sobrina, Teresa Jornet i Ibars, quien más tarde fundaría las Hermanitas de los Ancianos Desamparados y ha sido canonizada. Al pie del Tibidabo, en la capilla de la Virgen del Carmen, el padre Palau continuó su vocación de ermitaño y apóstol, y allí ejerció también el ministerio de exorcista, siempre fiel a una doble vocación: la alabanza a Dios y al servicio solidario a las personas que sufrían en el cuerpo o en el espíritu. Su paso por Barcelona dejó una huella en la toponimia de la ciudad, pues la comunidad del padre Palau dejó el nombre de “Penitents” al barrio situado en la falda del Tibidabo donde vivieron él y sus discípulos.

En sus escritos, el padre Palau destacó en su visión de la Iglesia y está considerado como un renovador de la teología eclesial, en la línea del teólogo alemán Moler y de la famosa escuela de Tubinga.

Este carmelita, que vivió una vida intensa y llena de contradicciones, tiene muchas lecciones a enseñarnos durante este año jubilar que ha sido abierto con motivo del bicentenario de su nacimiento.



+ Josep Àngel Saiz Meneses - Obispo de Terrassa



AMOR A LA IGLESIA

Feb - 21 - 2011
LA VANGUARDIA- Article de l’Arquebisbe de Barcelona
Lluís Martínez Sistach

Este año es el bicentenario del nacimiento del carmelita catalán padre Francesc Palau i Quer (Aitona, 1811), fundador de dos congregaciones religiosas muy presentes en nuestra diócesis y otros países: Carmelitas Misioneras Teresianas y Carmelitas Misioneras.

El padre Palau ingresó en el Seminario de Lleida a los 17 años. Santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz le fascinaron y por este motivo se hizo carmelita descalzo. A pesar de la conmoción vivida a causa de las disposiciones civiles sobre la exclaustración de 1835, el padre Palau fue toda su vida un carmelita verdadero, y unió la vocación contemplativa al apostolado, en especial a la dedicación a la formación cristiana y a la ayuda a los enfermos. Destaca un valor muy admirable: fue un gran servidor de la Iglesia. Juan Pablo II, en la beatificación del padre Palau (24 de abril de 1988), puso de relieve este riquísimo contenido de la vida y obra del nuevo beato. El Papa dijo que Francisco Palau hizo de su vida sacerdotal una ofrenda generosa a la Iglesia.

El beato padre Palau nos ha dejado unos escritos sobre la Iglesia que en opinión de muchos representan una visión que se adelanta – cien años antes-a la rica doctrina que sobre la Iglesia nos legó el concilio Vaticano II. El padre Palau es para nosotros, todavía hoy, un gran testimonio de amor a la Iglesia. Bien cierto, la Iglesia es nuestra madre en el espíritu, porque nos ha engendrado a la vida de hijos e hijas de Dios, y ella alimenta esta vida con la Palabra de Dios, la Eucaristía y los otros sacramentos. Él era muy consciente de que en el amor a la Iglesia se realiza el gran mandamiento cristiano del amor a Dios y del amor a los hermanos.

En momentos como los que vivimos de indiferencia religiosa, de privatización de la religión, de poco interés por los valores y contenidos religiosos, todos corremos el peligro de perder el ánimo, de adormecernos, de reducir el espíritu misionero y evangelizador. En definitiva, de alejarnos del espíritu y del carisma del padre Palau que tanto han enriquecido a la Iglesia.

Francesc Palau i Quer fue un hombre de oración, un ermitaño, pero a la vez fue un hombre de acción, en diversas iniciativas apostólicas, entre las que destaca la famosa Escuela de la Virtud, una catequesis de adultos que impartía con una masiva asistencia, o el apostolado en la parroquia de San Agustín. La toponimia barcelonesa ha recuperado el nombre de Penitents con el que fue bautizado el centro asistencial creado por el padre Palau.

Para las religiosas de las dos congregaciones por él fundadas y para todos en general, el bicentenario del padre Palau y el año jubilar que inauguramos en la catedral el pasado 29 de diciembre es una invitación a imitarle sobre todo en su amor a la santa Madre Iglesia.