domingo, 7 de junio de 2009

F. Palau: Una espiritualidad que cuenta con el laico y lo ubica en el corazón de la Iglesia



La teología del laicado ha de ser situada, en primer lugar, en el marco de una eclesiología centrada en la Iglesia-misterio. Donde predomina el concepto de Iglesia-sociedad (societas perfecta inaequalis) está abocada a desarrollar los aspectos institucionales, de la Iglesia, alimentando el desequilibrio teórico y práctico entre jerárquica y la función laical de la comunidad, olvidándose de la comunidad de fieles cristianos o comunidad de creyentes. Esta concepción clericalizada de la Iglesia acentúa la contraposición estructural entre pastores y fieles, ecclesia docens et discens, infalibilidad in docendo e in credendo, autoridad y obediencia, en vez de insistir en los vínculos de comunión estructural entre los dos polos: jerarquía y laicado. Palau penetrando en lo profundo del misterio de la Iglesia supera la clericalización y la jerarcología de su tiempo poniendo firmes fundamentos para una Iglesia laical como fueron las primeras comunidades cristianas.


La segunda coordenada para una teología del laicado nos la ofrece la eclesiología de comunión. La generalidad de los teólogos actuales está de acuerdo en que la mayor innovación para la Iglesia y la eclesiología posconciliar ha de venir de la noción de comunión. Este misterio de comunión que fue descrito en la relación final del Sínodo de Obispos de 1985 como la unión de todos los fieles cristianos con Dios, por Jesucristo en el Espíritu, lo define Francisco Palau con su breve fórmula “Dios y los prójimos”. El bautismo es la puerta de acceso, y esta comunión se consolida en la aceptación de la Palabra de Dios y en los sacramentos. En función de este misterio de comunión, en función de esta vida interna, recóndita existe una constitución social de la Iglesia de la que se sirve el Espíritu Santo, verdadero principio de la unión vital entre los cristianos. Esta unión, espiritual y visible a la vez, de todos los regenerados por el bautismo se da en la bipolaridad de sus elementos: institución y acontecimiento; la sociedad visible y la comunidad espiritual, las estructuras carismáticas e institucionales, jerárquicas y laicales, monárquicas y sinodales o colegiales.

Una tercera coordenada para la teología del laicado es la eclesiología del Pueblo de Dios. La. doctrina del pueblo de Dios constituye una premisa eclesiológca indispensable para determinar las relaciones vigentes entre la jerarquía y laicado. Ministros y fieles, comunidad y ministerio forman el pueblo de Dios uno, sacerdotal y profético; en este pueblo de Dios se dan diversos ministerios, pero fundamentalmente una sola vocación. La concepción de la Iglesia como Pueblo de Dios pone las bases para una eclesiología armónica de las diversas categorías de personas dentro de la comunión eclesial. La acentuación de los elementos comunes del Pueblo de Dios basados en la realidad sacramental de la regeneración cristiana. La cualidad de discípulos de Cristo, se pone en primer plano de la consideración. En resumen: Lo fundamental, como descubrió Francisco Palau, es el misterio de comunión, por el que todos los cristianos somos hermanos en Cristo. Aquí se funda la corresponsabilidad de todos los miembros del pueblo de Dios y su participación solidaria en la vida de la Iglesia y de su misión en el mundo. No hay miembros con una misión exclusivamente activa o pasiva, sino que todos están sujetos a la ley del dar y recibir recíprocos dentro de la comunión intereclesial. Según las palabras del Apóstol: «El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los otros, coma buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 Pe 4,10).

En esta «hora del laicado», éste ha de ser considerada uno de los signos de nuestro tiempo. La presencia activa de los cristianos en el mundo entronca, en su sentido más fuerte, con la misión confiada por el Señor a su Iglesia: servicio de la fe orientada a la justicia del Reino. Desde el pensamiento y la experincia eclesial de Palau tenemos una perspectiva teológica bien fundamentada de la colaboración de los laicos en la vocación y misión de la Iglesia. Para él el ser Iglesia nos viene dado como don en el bautismo y está en relación directa con el hecho de ser imagen de Dios:

“Yo veo en ti [habla la Iglesia]la figura, las fisonomías y la imagen de Dios trino y uno; y esta imagen, si bien en sí misma vale poco, como poco vale el retrato de un rey, pero por lo que representa con relación a la cosa a que se refiere, que es Dios, eres amable cuanto lo es Dios, eres bello y hermoso como Dios, porque esa belleza no es más que la de Dios mismo impresa en el hombre y comunicada a la criatura”[1].

Lo que nos hace iguales es ser imagen de Dios, esa imagen permanece indeleble a pesar de las miserias humanas[2]. Se puede apreciar en este párrafo la peculiar aplicación que hace Francisco Palau de la doctrina bíblica de la imagen y semejanza. Es precisamente el ser imagen de Dios lo que le capacita para una estrecha relación con la Iglesia. Más adelante da un paso más en el desarrollo de esta doctrina y audazmente se considera imagen viva de la Iglesia, el espejo donde ella se mira y se refleja[3]. Este reflejar a la Iglesia no lo considera una característica exclusiva del sacerdocio, sino del bautismo.

Si de la doctrina de F. Palau bajamos a la práctica, podemos constatar que su misión estuvo siempre acompañada y apoyada por seglares, comenzando por su propia familia. Son muchísimas las personas de distinto género y condición con las que compartió vida y misión en su azarosa existencia: Su hermana Rosa y su hermano Juan; la escritora Eugenia de Guèrin, la condesa de Montdèsire, su familia y los seguidores que tuvo en Francia; los colaboradores del periódico El Ermitaño, algunos de los profesores y alumnos de la Escuela de la Virtud, etc.

CONCLUSIÓN

Cuando una se adentra en el alma de la experiencia eclesial de Francisco Palau, no le queda la menor duda que la suya es una espiritualidad de comunión, por lo tanto de compartir desde la misma condición de bautizados a la vez que de complementariedad en los diversos ministerios y carismas.

¿Qué significa esto para los que con más o menos intensidad, nos movemos en la órbita de su carisma?

Son muchas las fuerzas centrífugas y disgregadoras que agitan nuestro mundo. Nos estamos acostumbrando a contemplar sin mayor asombro las consecuencias de pasiones incontroladas, que brotan de intereses bastardos y odios incomprensibles. Dentro de la Iglesia lamentamos, igualmente, los conflictos, desavenencias y tensiones que padecemos. No faltan grupos que se ignoran, se recelan y se enfrentan entre sí. Es éste uno de los grandes obstáculos para la evangelización. Nosotros y nosotras, que por carisma fundacional, nacimos en la Iglesia para transformar el mundo anunciando su belleza, estamos especialmente urgidos y urgidas a asumir la propuesta, que se hace a todos los consagrados por el bautismo, de promover la espiritualidad de la comunión. Es una actitud interior que nos lleva a compartir todo el dinamismo del amor trinitario hacia dentro y hacia fuera de la Iglesia. Comporta un nuevo modo de pensar, de decir y obrar que hace crecer la Iglesia en hondura y extensión. La vida de comunión será así un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo y a crecer en fraternidad, en Iglesia.

¿Qué hacen los laicos más concretamente? El compromiso de muchos hombres y mujeres laicos en la Iglesia universal se expresa de muy diversas formas: en la diaconía de la caridad; en el ámbito político-social, en las tareas catequéticas, de formación religiosa; en el anuncio y en la teología. En la educación de adultos; en el trabajo en los medios de comunicación, en el culto y vida sacramental de la Iglesia y de las parroquias; en consejos y asociaciones; en la administración y organización de los bienes eclesiásticos, en los grupos ecuménicos y de solidaridad.

No son las recomendaciones éticas ni estratégicas, sino las exigencias carismáticas las que nos llevan al diálogo de la caridad en todos sus frentes y en todos los niveles, en la Iglesia y fuera de la Iglesia. Nuestra fuente y meta ha de ser la comunión eclesial, la fraternidad universal que empieza por los más cercanos.

Siguiendo las huellas de Francisco Palau hemos de colaborar para que todos los miembros de la Iglesia y todos los hombres de buena voluntad piensen, hablen y trabajen en armonía para la comunión fraterna, para la solidaridad y complementariedad de todos. Esto exige abrir el diálogo o restablecerlo allí donde se ha interrumpido y sólo pueden abrirlo y ser perseverantes en él quienes han demostrado ser expertos en la comunión y en la cooperación fraterna. Llegados a este punto, probablemente quedamos cuestionados sobre la calidad de nuestra comunicación, participación y corresponsabilidad en nuestras relaciones en la familia, en el trabajo, en nuestros grupos; sobre el interés que prestamos a la programación pastoral, al trabajo en equipo; al valor que damos a la pastoral de conjunto, a la colaboración en la parroquia y en la diócesis y a la integración de los seglares en las actividades misioneras.

Si una cosa está clara en el pensamiento de Palau es el origen trinitario del envío; es el dueño de la mies quien envía a sus operarios. Él es verdaderamente el que concede la misión: «quien a vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros escucha, a mí me escucha» (Lc 10,10). El Señor de la mies sigue enviando obreros a su mies, y tendríamos que mentalizarnos para desligar estos textos de su asociación inmediata a la vida religiosa o presbiteral. El pasaje lucano apunta en primer término a los setenta enviados por el Señor en misión. El Señor permanece Señor de ese envío en variedad de servicios y de vocaciones, pero en unidad de misión. Éste es el sentido más hondo del sacerdocio bautisma1 de los creyentes, del sacerdocio existencial, que hoy se abre incluso, a adquirir responsabilidades en el terreno de la co-responsabilidad pastoral.

PARA LA REFLEXIÓN:

1. ¿Cuál es la identidad laical en la eclesiología de comunión?

2. ¿Cómo se traduce en la vida diaria?

3. ¿Qué medios existen para fomentar el compromiso laical en el mundo?

4. ¿Por qué tan poca presencia de los cristianos en la política?

5. ¿Qué importancia atribuye el laico a la inculturación?

6. ¿Qué interrogantes plantearías tú a la Iglesia - institución sobre el laicado?

¿Y a las Carmelitas Misioneras? Algunas sugerencias.



([1]) MR 241. En el mismo sentido, cf. 113, 242, 473; cf. 1 Cor 11, 7; St 3, 9.

([2]) Cf. Gn 1, 26–27.

([3]) Cf. MR 396–398, 478, 506.