La situación política en España era cada vez más tensa e insostenible. El 6 de junio de 1835 dimite un Martínez de la Rosa cansado y desgastado. En Cataluña la situación de los liberales era tan desesperada que llegan a pensar en pedir ayuda a los franceses para combatir a los carlistas. En Zaragoza el 6 de julio se produce un moviento a favor de de la Constitución de 1812 que acabaría con el asalto de los conventos y la matanza de los frailes. Unos días más tarde el ejemplo es seguido en Reus y Barcelona. Estos sucesos eran previsibles y fueron el resultado del estado de agitación y descontento de las masas populares. Éstas eran las que soportaban el peso de la guerra contra los carlistas y estaban seguros de que gran parte de los frailes daban soporte activo a sus enemigos. Una mala corrida de toros en la plaza de la Barcelonesa fue el detonante para el material explosivo que constituía un sector amplio de las capas populares barcelonesas. Después de matar a golpes al último toro, lo arrastraron Rambla arriba, prendiendo fuego a los conventos que encontraban a su paso, entre ellos el de San José donde era conventual Francisco Palau. Las autoridades contemplaron impasibles las atrocidades de la irritada muchedumbre con la esperanza de que esta explosión de malestar popular fuese útil para acelerar la evolución política en un sentido avanzado. Unos días más tarde, el 5 de agosto, también es incendiada la Fábrica Vapor Bonaplata, la más innovadora, porque los obreros sublevados estaban convencidos que los telares movidos por máquinas disminuían la producción del trabajo manual. Será más adelante cuando los trabajadores se organicen a través de sindicatos[1].
El 25 de julio de 1835 fue invadido e incendiado el convento donde residía Francisco Palau. Arrojado violentamente de él es encarcelado; una vez librado se dirige a su pueblo natal[2]. Allí vive en soledad su diaconado manteniendo contacto con su Superior Provincial carmelita quien le prepara al sacerdocio. Es ordenado sacerdote el 2 de abril de 1836 por el obispo de Barbastro. Comienza a ejercer las funciones de su recién estrenado sacerdocio[3] en un ambiente social, político y religioso totalmente enrarecido[4]. Prueba de ello es que frecuentemente le son retiradas las licencias para realizar su ministerio sacerdotal. Esto dependía de que el Obispo en cuestión fuese más o menos afecto al gobierno[5].
El año 1837 marca el apogeo del Carlismo en Cataluña. La Junta Superior fue trasladada de Perpignan a Berga, ocupando el cargo de vicepresidente el arzobispo de Tarragona, Fernando de Echénove y Zaldívar. Berga quedó transformada en la capital de la zona carlista catalana. Allí fueron a refugiarse todos los perseguidos por el gobierno liberal, entre ellos Francisco Palau. Tenido por fraile peligroso por su influencia en el pueblo, le son retiradas las licencias para confesar y ejercer en general su ministerio[6]. Al año siguiente, el 21 de mayo, le son devueltas las licencias debido a un cambio de gobernador eclesiástico.
Los años 1838-1840 son de intensa actividad como predicador de misiones populares. Estas tenían el objetivo de la reconversión colectiva del pueblo cristiano a la vivencia radical de la fe. A esta labor se consagra Francisco con el entusiasmo acostumbrado. El joven sacerdote que no ha cumplido aún 30 años, recorre los caminos de Cataluña como misionero popular. El celo y la eficacia de su acción pastoral hacen que se le conceda el título de “Misionero apostólico”, primero para la diócesis de Tarragona en enero de 1840; el 3 de febrero se le concede para Lérida, y el 15 del mismo mes para Barcelona, Gerona y Vic[7].
Cuando los carlistas son derrotados en su cuartel general de Berga en julio de 1840, Francisco Palau, dado que realizaba su actividad en territorio carlista, teme ser víctima de represalias por parte de los vencedores y toma la decisión de abandonar temporalmente la Patria[8].
([1]) Cf. J. FONTANA, o. c., 253-257; Positio, 40-50.
([2]) “Para vivir en el Carmen sólo necesitaba de una cosa que es la vocación… De ningún modo temía que las revueltas políticas de la sociedad me hubieran podido ser obstáculo para el cumplimiento de mis votos, ni por otra parte podía dudar tampoco de que el estado religioso dejara de ser reconocido por la Iglesia universal y de consiguiente por todos sus miembros. Con estas consideraciones ni un momento vacilé en contraer obligaciones que estaba bien persuadido podría cumplir fielmente hasta la muerte; si por un instante hubiera yo dudado sobre un punto tan esencial para abrazar mi estado, oh, ¡no! ¡ciertamente! no sería ahora yo religioso, pues hubiera seguido otro género de vida; y hasta cuando mis superiores me anunciaron que debía ordenarme, jamás me parece aceptara el sacerdocio si me hubieran asegurado que en caso de verme obligado a salir del convento debería vivir como sacerdote secular, pues a mi parecer nunca sentí esta vocación, y si consentí en ser sacerdote fue bajo la firme persuasión de que esta dignidad en modo alguno no me alejaría de mi profesión religiosa” VS 2, 10-11.
([3]) Cf. ALEJO DE LA V. DEL CARMEN, o. c., 26-27; GREGORIO DE JESÚS CRUCIFICADO, o. c., 8-11; E. PACHO, Estudios, 446; Positio, 3-11.
([4]) La anarquía y el desorden general reinante en España es la razón que da el Papa Gregorio XVI en octubre de 1836, para romper totalmente las relaciones diplomáticas con el gobierno español, que no se reanudaron hasta diez años después con Pío IX. Cf. Cf. R. LEFLON, La Iglesia y la Revolución, en FLICHE-MARTÍN, Historia de la Iglesia, XXIII, Valencia 1975, 576-577.
([5]) Cf. Positio, 75.
([6]) En un comunicado que hace el gobernador civil de la provincia al nuevo obispo se le llama “sujeto altamente desafecto a su Majestad la Reina y causa nacional” y se le acusa de utilizar el confesionario para maquinar “contra el trono legítimo y sus fieles defensores”. A D L, leg. Obispo Alonso nº 2; cf. Positio, 76-78.
([7]) Cf. Positio, 80-81. Por estas fechas, concretamente el 1 de febrero de 1840, el Papa Gregorio XVI pronuncia una alocución consistorial denunciando todos los atentados y persecuciones que está sufriendo la Iglesia en España por parte del gobierno. A su vez el gobierno denuncia el discurso del Papa ante el Tribunal Supremo, confisca los ejemplares de la alocución, persigue a quienes lean el texto y ataca a la Curia. Cf. Cf. R. LEFLON, La Iglesia y la Revolución, en FLICHE-MARTÍN, o. c., 490-492.
([8]) Cf. Positio, 82.
El año 1837 marca el apogeo del Carlismo en Cataluña. La Junta Superior fue trasladada de Perpignan a Berga, ocupando el cargo de vicepresidente el arzobispo de Tarragona, Fernando de Echénove y Zaldívar. Berga quedó transformada en la capital de la zona carlista catalana. Allí fueron a refugiarse todos los perseguidos por el gobierno liberal, entre ellos Francisco Palau. Tenido por fraile peligroso por su influencia en el pueblo, le son retiradas las licencias para confesar y ejercer en general su ministerio[6]. Al año siguiente, el 21 de mayo, le son devueltas las licencias debido a un cambio de gobernador eclesiástico.
Los años 1838-1840 son de intensa actividad como predicador de misiones populares. Estas tenían el objetivo de la reconversión colectiva del pueblo cristiano a la vivencia radical de la fe. A esta labor se consagra Francisco con el entusiasmo acostumbrado. El joven sacerdote que no ha cumplido aún 30 años, recorre los caminos de Cataluña como misionero popular. El celo y la eficacia de su acción pastoral hacen que se le conceda el título de “Misionero apostólico”, primero para la diócesis de Tarragona en enero de 1840; el 3 de febrero se le concede para Lérida, y el 15 del mismo mes para Barcelona, Gerona y Vic[7].
Cuando los carlistas son derrotados en su cuartel general de Berga en julio de 1840, Francisco Palau, dado que realizaba su actividad en territorio carlista, teme ser víctima de represalias por parte de los vencedores y toma la decisión de abandonar temporalmente la Patria[8].
([1]) Cf. J. FONTANA, o. c., 253-257; Positio, 40-50.
([2]) “Para vivir en el Carmen sólo necesitaba de una cosa que es la vocación… De ningún modo temía que las revueltas políticas de la sociedad me hubieran podido ser obstáculo para el cumplimiento de mis votos, ni por otra parte podía dudar tampoco de que el estado religioso dejara de ser reconocido por la Iglesia universal y de consiguiente por todos sus miembros. Con estas consideraciones ni un momento vacilé en contraer obligaciones que estaba bien persuadido podría cumplir fielmente hasta la muerte; si por un instante hubiera yo dudado sobre un punto tan esencial para abrazar mi estado, oh, ¡no! ¡ciertamente! no sería ahora yo religioso, pues hubiera seguido otro género de vida; y hasta cuando mis superiores me anunciaron que debía ordenarme, jamás me parece aceptara el sacerdocio si me hubieran asegurado que en caso de verme obligado a salir del convento debería vivir como sacerdote secular, pues a mi parecer nunca sentí esta vocación, y si consentí en ser sacerdote fue bajo la firme persuasión de que esta dignidad en modo alguno no me alejaría de mi profesión religiosa” VS 2, 10-11.
([3]) Cf. ALEJO DE LA V. DEL CARMEN, o. c., 26-27; GREGORIO DE JESÚS CRUCIFICADO, o. c., 8-11; E. PACHO, Estudios, 446; Positio, 3-11.
([4]) La anarquía y el desorden general reinante en España es la razón que da el Papa Gregorio XVI en octubre de 1836, para romper totalmente las relaciones diplomáticas con el gobierno español, que no se reanudaron hasta diez años después con Pío IX. Cf. Cf. R. LEFLON, La Iglesia y la Revolución, en FLICHE-MARTÍN, Historia de la Iglesia, XXIII, Valencia 1975, 576-577.
([5]) Cf. Positio, 75.
([6]) En un comunicado que hace el gobernador civil de la provincia al nuevo obispo se le llama “sujeto altamente desafecto a su Majestad la Reina y causa nacional” y se le acusa de utilizar el confesionario para maquinar “contra el trono legítimo y sus fieles defensores”. A D L, leg. Obispo Alonso nº 2; cf. Positio, 76-78.
([7]) Cf. Positio, 80-81. Por estas fechas, concretamente el 1 de febrero de 1840, el Papa Gregorio XVI pronuncia una alocución consistorial denunciando todos los atentados y persecuciones que está sufriendo la Iglesia en España por parte del gobierno. A su vez el gobierno denuncia el discurso del Papa ante el Tribunal Supremo, confisca los ejemplares de la alocución, persigue a quienes lean el texto y ataca a la Curia. Cf. Cf. R. LEFLON, La Iglesia y la Revolución, en FLICHE-MARTÍN, o. c., 490-492.
([8]) Cf. Positio, 82.
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