viernes, 18 de febrero de 2011

UNACONMEMORACIÓN OLVIDADA, por Luis Suárez Fernández, de la Real Academia de la Historia


Una conmemoración olvidada


En silencio, la Congregación de las Carmelitas Misioneras se ha ido extendiendo. Hoy las hallamos en treinta y nueve naciones de los cinco continentes

LA RAZÓN, 5 Febrero 11-- Luis Suárez Fernández, de la Real Academia de la Historia

Muchas veces, a la hora de avivar la memoria del pasado, buscando naturalmente las figuras más constructivas, incurrimos en olvidos que impiden al propio tiempo llegar a conocer algunas de las raíces esenciales de la sociedad europea. Éste es el caso de Francisco Palau, un carmelita que nació hace ahora doscientos años en una alquería de esas inolvidables tierras altas de Lérida. Se cerraba entonces un capítulo sangriento, la guerra que llamamos de la Independencia. El daño principal de aquella guerra estaba en la ruina que de manera especial afectaba a aquellas comarcas, no ricas, que habían ligado su vida a la agricultura y la ganadería. ¿Qué quedaba en pie de la pobre Gerona, que no quiso «arrenderse» porque España «non lo vol pas»?

En ese ambiente, se educa el niño Francisco, que entra en contacto con los carmelitas y, a través de ellos, descubre lo que es la «subida al Carmelo» como enseñara San Juan de la Cruz y la «morada interior» que desvelara Santa Teresa de Jesús. Cuando, a los 17 años, desvela su vocación, quienes le rodean sienten el impulso de superar las deficiencias económicas para enviarle al Seminario. Pero allí descubre que su vocación le lleva a ese otro camino, el del Carmelo, tan extendido. Y un día decide irse a Barcelona para ingresar en la Orden. Sin embargo, se trata de una coyuntura difícil, la de la muerte de Fernando VII. Y así apreciamos la exactitud del pensamiento de Ortega: yo y mis circunstancias. El abandono del Seminario por la clausura no gustó a los que entonces tenían la gestión del obispado. Sin embargo, tampoco podían dudar de que se trataba de subir un escalón en ese camino espiritual que constituye la vena cardinal del cristianismo. No lo entendieron así los liberales que, defendiendo a Isabel II, se enfrentaron a los partidarios de Carlos, que eran muy numerosos en regiones como Cataluña, que no eran partidarias del centralismo excesivo que preconizaba el nuevo régimen. Hubo matanzas y persecuciones y se cerraron monasterios y conventos, confiscándose sus propiedades, de modo que Palau y sus hermanos de religión fueron expulsados de su convento y tratados como enemigos del régimen.

Para los liberales, las Órdenes religiosas eran un estorbo y debían ser suprimidas. Francisco, diácono, hubo de volver a sus estudios para ser ordenado sacerdote en 1836 por el obispo de Barbastro. De nuevo el infortunio se ceba en él. La parroquia a la que fue asignado se encontraba dentro del territorio que dominaban los carlistas de modo que cuando estos fueron vencidos, en 1840, él tuvo que exiliarse en Francia durante once años. Años amargos, pero al mismo tiempo luminosos: hacía menos de veinte años que Luisa María de Jaricot creara la Congregación De Propaganda FIDE, abriendo el camino a una nueva forma y contenido de la evangelización. Hasta entonces, la inserción de la doctrina cristiana en los países que estaban siendo incorporados o relacionados con las monarquías católicas había sido delegada en las autoridades monárquicas. Pero ahora ni existía el Antiguo Régimen ni se conservaba el vasto imperio que españoles y portugueses formaran. El Papa decidió dar el paso decisivo adelante encargándose el Vaticano directamente de la tarea. Éste es el principio que de Francia trae Francisco Palau y que, en medio de tremendas dificultades, porque la persecución religiosa retornaba tras cada cambio político, llevará a cabo: la Orden Tercera de las Carmelitas Misioneras. Es como si se hubiera escogido un pequeño rincón, Ibiza, adonde el fundador fuera enviado contra su voluntad, para arrojar la piedra de molino en ese pozo cuyas ondas se amplían hasta cubrir el mundo. La fecha final de la existencia de este monje retornado al Carmelo coincide con el Concilio Vaticano I. En medio de las dificultades, se estaba abriendo para la Iglesia un nuevo horizonte. A la larga, la destrucción de los Estados pontificados se revelaría como un gran beneficio para ella.
Los datos aquí recogidos son imprescindibles para comprender una de las aportaciones más decisivas a la cultura europea en sus raíces cristianas, en este caso las Carmelitas Misioneras fundadas por Palau. Él sabía muy bien que las misiones estaban asentadas sobre tres fundamentos que iban a permitir al catolicismo salir de los daños que pretendían inferírsele y alcanzar esa cifra de los mil quinientos millones de fieles que posee ahora. El primer fundamento novedoso se refiere a la sangre. No hay diferencias, ni siquiera en el orden cualitativo entre unos seres humanos y otros: todos son personas, criaturas de Dios y deben reconocerse en ellos los derechos naturales. A las mujeres igual que a los hombres, huyendo de la terrible trampa en que el extremismo islamista ha caído.
El segundo es la educación. Entiéndase bien: no se trata únicamente de instruir, sino de formar, ya que el secreto esencial de la existencia es amar al prójimo, no limitándose a tolerar sus errores y defectos, sino, como a uno mismo, tratando de sacarlo de ellos. Esa formación reclama que la Iglesia adquiera dimensiones adecuadas a cada tiempo y a cada lugar. Ahora, tras dos siglos de esfuerzos, los comprobamos.
El tercero es la salud: llevar a los pueblos remotos los medios de que dispone la medicina moderna. Sólo edificando el futuro sobre estos fundamentos podremos llegar a construir el edificio de un nuevo humanismo que permita superar daños y errores que se han cometido en abundancia. En silencio, la Congregación de las Carmelitas Misioneras se ha ido extendiendo. Hoy las hallamos extendidas por treinta y nueve naciones de los cinco continentes. Así se hacen realidad aquellas promesas evangélicas que sin duda parecieron al principio un tanto sorprendentes. Todos los pueblos de la tierra están en condiciones de experimentar esa alegría del alma cuando cruzan los umbrales de Jerusalén, sabiendo que allí, también en profunda humildad y silencio, comenzó todo.