martes, 18 de agosto de 2009

EL VEDRÁ: LUGAR DE SOLEDAD Y DE EXPERIENCIA, por Pilar Munill




Como sabemos la soledad es algo inherente a la persona. Pero en este caso la destacaremos, porque es un componente esencial a señalar en la configuración de ambos autores y porque los dos señalan la soledad como una experiencia imprescindible en el desarrollo de su itinerario espiritual.
F. Palau por su vocación carmelitana siente la llamada a la contemplación. No podemos dejar de señalar en su vivencia la dimensión de la soledad.
Podríamos decir, viendo su biografía, que tiene un deseo imperioso de soledad, de ahí la necesidad de buscar su lugar solitario allí donde se encuentre; puede ser una cueva o un monte[1].
Forma parte de su vocación, es una decisión personal; en su libro Vida solitaria, escribe: “decidime por entonces (1841-1842) a fijar mi residencia en los más desiertos, salvajes y solitarios lugares, para contemplar con menos ocasión de distracciones los designios de la divina Providencia sobre la sociedad y sobre la Iglesia”[2].
Por instinto espiritual y por formación carmelitana es un contemplativo:

“Como carmelita, como hijo de Santa Teresa, no puede menos que besar estos llaves que me tienen encerrado dentro de estos muros de aguas mediterráneas [...]. Aquí tengo más de lo que pedía en mis dorados ensueños cuando joven, sobre vida contemplativa soñaba. Aquí tengo mi celda, mi cielo; aquí puedo con todas mis fuerzas emplearme en agenciar como buen sacerdote con Dios Padre los asuntos y los intereses de Jesucristo y su Iglesia”[3].

La primacía de Dios, vivida desde el Misterio de la Iglesia, le impone un talante contemplativo a toda su existencia. De ahí le nace la urgencia apostólica y el hambre de soledad: “En la soledad seré tu compañera, y en medio de los pueblos yo no te dejaré; en vida estaré contigo, y tras las sombras de la vida presente me verás y estaré contigo a cara descubierta en gloria”[4].

1. “En soledad vivía”

La vocación de F. Palau a la soledad está presente en los albores de su vida religiosa y de su sacerdocio. Se desplegará luego a lo largo y ancho de su vida interior y de su acción apostólica, de misionero, de fundador y de apasionado de la Iglesia. Con clara conciencia de su entronque en los dos grandes arquetipos de profeta y solitario: Elías, el hombre bíblico del Horeb y del Carmelo, y de Teresa de Jesús, la grande apasionada de la soledad[5].
Su encuentro con la soledad no sucede de improviso, repasando su biografía, ya desde su juventud, en todos los lugares encontramos, el rincón de su soledad. Tiene lugares con nombre propio: en Aytona y Montsant en Lérida; Livron, Mondessir y Cantayrach en Francia; S. Honorato de Randa en Mallorca; Montserrat y Vallcarca en Barcelona, el Vedrá en Ibiza.
La soledad aparece como ropaje de sus grandes experiencias: “Estos días he estado tan solitario como podía desear”[6]. Para relacionarse con su Amada busca la soledad:

“Oye la voz de tu Amada y de tu Amante: durante todo el verano sube a la cima de este monte; aquí me hallarás sola en soledad, y en soledad harás tu oración [...] y tú me dirás cuanto quieras y yo te comunicaré mi amor y las luces que necesitas para tu gobierno. [...]. Yo te esperará allí sola, y en la soledad y silencio de la cueva te oiré” [7].


Las manifestaciones más teofánicas de la Amada a modo bíblico son en el monte y en soledad, en Mis Relaciones nos lo relata en diversas ocasiones:

“Salí fuera de mi cueva. Y en la cima del monte , sobre un trono de inmensa gloria, vi a la hija del eterno Padre [...]. Toda ella estaba cubierta de gloria y no se dejaba mirar, como no se deja ver el sol del mediodía, y de entre la gloria se veía más que un bulto clarificado. Y me dijo: Me has llamado; estoy aquí en el monte, sube”[8].

Para San Juan de la Cruz la soledad tuvo valor humano y valor religioso. Pero, ante todo, la consideró imprescindible para realizar la unión, con Dios[9].
Fue una experiencia, primero, padecida como niño y como hombre, después, radicalizada como místico. “con arrimo y sin arrimo”[10] ha probado todas las condiciones del “pájaro solitario”[11]. Después ha pasado a ser la soledad una situación buscada, reclamada por su vocación interior. Ha gustado también de la soledad de la naturaleza y la ha cantado “los valles solitarios son quietos, amenos, frescos, umbrosos. de dulces aguas llenos, y en la variedad de sus arboledas y suave canto de aves, hacen gran recreación y deleite al sentido, dan refrigerio y descanso en su soledad y silencio. Estos valles es mi Amado para mí”[12].
Su soledad ha sido consecuencia de su vocación y de su resolución de aventurar su vida en un solo ideal. En su doctrina, es un símbolo primordial que carga sobre sí todas las valencias de lo positivo, de lo deseado. Es al fin una gracia de Dios, un regalo para el hombre sanjuanista.
La soledad, activamente buscada y ejercitada, es manifestación de la relativización de toda experiencia en el camino hacia Dios que no sea la vida teologal. Hay una soledad activa, aprendida, practicable y recomendable con una condición: sólo Dios. Para llegar a ella, Juan de la Cruz entre otras cosas señala la necesidad de la búsqueda de un lugar solitario[13].
La soledad es una nota de la contemplación, efecto o rasgo concomitante a la acción de Dios que hay, por tanto, que cuidar y respetar. Es tranquilidad, suavidad, paz, silencio: “Y un poquito de esto que Dios obra en el alma en este ocio santo y soledad es estimable bien”[14].
En las canciones del Cántico Espiritual 14-15 y 34-35 la soledad se entiende y explica como una peculiar gracia mística. Es la soledad del corazón enamorado que no desea nada ni a nadie que no sea el Amado. Dios se constituye el centro de su vida[15]. Es la experiencia simultáneamente lograda de la belleza en sus criaturas y de las criaturas en Dios; en palabras suyas es la percepción del testimonio que de Dios todas ellas dan de sí[16]. Ahora todo es música callada y soledad sonora.
Esta gracia de la soledad sonora queda ligada por el mismo Juan de la Cruz a la experiencia del misterio del Espíritu Santo en cuanto presente en la creación:

“El Espíritu del Señor llenó la redondez de las tierras, y este mundo, que contiene todas las cosas que él hizo, tiene ciencia de voz, que es la soledad sonora, la cual es el testimonio que de Dios todas ellas dan en sí. Y por cuanto el alma recibe esta sonora música, no sin soledad y ajenación de todas las cosas exteriores, la llama música callada y soledad sonora, la cual dice que es su Amado”[17].

Las canciones 34-35 del Cántico Espiritual contienen el mejor canto a la soledad. Se entretiene en una larga explicación de lo que produce la soledad penosa de la noche, aquella a la que se ha expuesto la esposa por manifestar su amor incondicional[18]. Son las canciones de la exclusividad y de la intimidad: “que ya sólo amar es mi ejercicio”[19], como si dijera: “que ya todos estos oficios están puestos en ejercicio de amor de Dios”[20]. En esta estrofa abundan expresiones de exclusividad de amor y fe[21].
La entrega y la perseverancia tan solicita en la primera noche y tan valiente y arriesgada en la segunda, ese no querer otra compañía, esa fortísima determinación de la tortolica que no se junta con otras aves: “así el alma no queriendo reposar nada en nada ni acompañarse de otras aficiones gimiendo por la soledad de todas las cosas hasta hallar al esposo en cumplida satisfacción”[22]. Esta experiencia conduce a un modo de comunicación y unión sin intermediarios donde Dios “por si solo, no ya por medio de ángeles como antes, ni por medio de habilidad natural, [...] él a solas lo hace en ella todo”[23]. Esta comunicación sin intermediarios y en la intimidad es la soledad sanjuanista:

“Es extraña esta propiedad que tienen los amados en gustar mucho más de gozarse a solas de toda criatura que con alguna compañía. Porque, aunque estén juntos, si tienen alguna extraña compañía que haga allí presencia, aunque no hayan de tratar ni de hablar más escuso de ella que delante de ella, y la misma compañía trate ni hable nada, basta estar allí para que no se gocen a su sabor”[24].

F. Palau busca la soledad porque en ella encuentra la posibilidad de unirse a la Amada y a la vez su pacificación interior. Aquí podemos percibir la resonancia sanjuanista de la estrofa del Cántico Espiritual “en soledad vivía”[25]. Recogemos su experiencia: “Las tinieblas y la tristeza cubrían mi espíritu. Y llegué a la cima del monte, y encontré allí a la que yo buscaba [...]. ¡Feliz soledad! [...]. Yo todo lo tengo con tu presencia, nada me falta teniéndote a ti”[26].
En el mismo contexto expresa, que la soledad le cura las heridas de amor, pero, a la vez, le abre otras que son incurables, y estas no se sanarán hasta el encuentro definitivo: “¡Preciosa soledad tú has curado las llagas de mi corazón, pero has abierto otras que son incurables!”[27].
También hace su canto a la soledad, no es una expresión poética pero si una experiencia interior que brota de lo íntimo de su ser: “Déjame solitario en el desierto y salvo de la solicitud y cuidado de los otros; viviré sólo para ti. Es un error, le dice la Iglesia, ¿Crees que es olvidarme tomar cuidado e interés en el ganado confiado a mi amor? ‘Obras son amores y no buenas razones’. Cuando tú para cuidarme a mí te olvidas de ti, estas seguro a mi cuidado”[28].
Concluye el relato de Mis Relaciones haciendo una descripción sobre algunas aves que anidaban en el Vedrá, o frecuentaban sus agrestes peñascos, y le servían de compañía en sus interminables horas de soledad. Hace una evocación de la soledad sonora y que de alguna manera nos hace percibir resonancias sanjuanistas del Cántico espiritual sobre todo en las canciones 14-15; 35-37, antes mencionadas. Así se expresa:

“El mirlo solitario sobre las peñas, llegada la bella estación de la primavera, ha encontrado ya su consorte. Y ahora, satisfecho con tal compañera, se da así mismo la enhorabuena; y hallada la casa donde albergar sus hijuelos, preparan los dos los nidos para colocarles. Este es uno de los testigos oculares de mis amores en la soledad, compañero fiel, que con su canto lúgubre pero melodioso celebra mi enlace con la Hija de Dios. Desde las cúspides elevadas del monte me ha llamado muchas veces la atención, no para estorbar mi conversación con mi Amada, sino para ensalzar con su dulce melodía las glorías de una ave solitaria”[29].

En F. Palau es una necesidad imperiosa el buscar la soledad para estar sólo y relacionarse con la Amada y poder satisfacer el deseo de unirse totalmente con ella y a la vez clarificarse en los asuntos que conciernen a la Iglesia: “Ven al monte solo [...] y allí te revelaré los secretos de mí corazón”[30]. Una vez más se expresa desde el lenguaje y la experiencia de la mística carmelitana: todo se relativiza y pierde valor ante la posibilidad de poseer a la Amada.
2. El monte, lugar del encuentro
F. Palau elige lugares determinados para poder vivir su experiencia de soledad. Nosotros nos detendremos en el Vedrá[31], porque desde que lo descubre en 1856 se convierte en el lugar por excelencia: “Escribo desde el desierto más completo que he hallado desde que sigo la vida religiosa. Este monte es un islote, al oeste de Ibiza, separado de la isla, [...]. Aquí me retiro diez años ha y hallo cuanto un solitario puede desear”[32]. Del lugar él afirma en un diálogo vivaz con la Iglesia: “ ‘Estás en tu propia casa, este monte es tu mansión como hombre mortal’. Y contesté: ‘sí , oh que estoy bien aquí’. Y continuó aquella voz: ‘Es la casa que tu Padre te tenía preparada para que en ella te unieras con su Hija en fe, esperanza y amor’ ”[33].
Dentro de su espiritualidad podemos afirmar que lo consideramos como el símbolo de su experiencia de solitario. Para él podríamos decir que el Vedrá es distinto a los otros lugares, es el lugar, él mismo afirma: “para soledad tengo el Vedrá”[34]. A él volverá siempre que pueda: es uno de los propósitos que formulará durante su retiro en la montaña[35]. Así describe la experiencia en una carta que escribe a Juana Gracias: “en este islote Dios me ha preparado una soledad en una posesión tan agradable a mi espíritu, que no me hubiera atrevido o desear ni pedir otra mejor. Habiendo aquí agua y los hermanos para venir de cuando en cuando, lo tengo todo. ¡Qué feliz yo, si de aquí no saliera más! (...) para mi esta soledad es el cielo!”[36].
En la montaña para describir su experiencia, como acostumbra a hacer en otras narraciones, toma elementos reales con otros puramente figurativos: “Salí fuera de mi cueva, y postrado en tierra adoré a Dios [...] hoy la gloria de tú Dios cubrirá tus sublimes y elevadas crestas y torreones [...] recibirás [...] la mano y el corazón y el amor de su amante”[37].
Nótese cómo la escenificación de la visión ficticia tiene un puesto clave: el monte, que se llena de la gloria de Dios, aparece la presencia de la voz misteriosa, característica en las teofanías divinas del A.T. con clara resonancia bíblica[38]. Podemos afirmar que adopta, también, el simbolismo bíblico de la montaña como lugar de la revelación o la manifestación divina por excelencia, sobre todo a partir del Sinaí. Dios por sí o por sus mensajeros se revela en la montaña, en el Horeb. Este símbolo es constante en la pluma F. Palau, teniendo como punto de referencia los lugares claves del A.T. y el Tabor en el N.T., junto con los peculiares del Apocalipsis[39]. En este marco se producen los coloquio con la Amada: “vengo a ti y tú has venido a mí para tratar de nuestro enlace por amor; esto ya es obra acabada; tu has dado en distintas ocasiones de tu vida pruebas de tu amor, de tu obediencia, de tu fidelidad, de tu firmeza, de tu perseverancia y de tu lealtad para conmigo”[40].
Se convierte en el lugar preferido para sus días de retiro y revive su experiencia espiritual según su propia vivencia: cuando siente la ausencia de la Iglesia, en cuanto no vibra, como en otros momentos de intensa vivencia interior del misterio, expresa más bien su estado de aridez personal: “fatigado [...] el último día de la misión y a mi indisposición del cuerpo cooperó también la ausencia de Rebeca en este monte. Luego que me vi solo la llamé, la busqué y no la hallé”[41].
Normalmente, el monte es uno de los lugares donde realiza el desposorio y el matrimonio espiritual con la Amada: “Esta vez soy yo la que te he llamado a esta soledad para ratificar y confirmar tus desposorios con la Esposa de mi Hijo, la Iglesia Santa”[42].
Para crear el ambiente o contexto peculiar que acompaña a tales momentos y dar la sensación de reciprocidad en el “enlace espiritual”, describe una escenificación muy gráfica, a veces con tal plasticidad que se aproxima extraordinariamente a la literatura mística del tema:

“Había esta vez en el monte un cambio muy esencial: ya no encontraba a mi querida Rebeca; y la voz del cielo al monte acalló mis súplicas y llamamientos a mi Amada. No obstante , mi corazón decía y repetía: Virgen la más pura, virgen la más bella, ¡Amada mía, toda eres bella! Eres siempre pura y toda virgen. Toda eres mía, yo soy todo tuyo. Ven y renovaremos nuestro contrato matrimonial [...] tú eres ¡oh Iglesia santa! La congregación de todos los ángeles”[43].

También suele retirarse a la soledad del monte para poner en claro no sólo su vida sino también sus asuntos relacionados con la Iglesia: “Subamos a la cima de este monte; subiremos [...] y allí trataremos de tus intereses que son los míos”[44]. Aquí escribe el libro de Mis Relaciones: “tengo aquí escrito un libro que traigo conmigo, reservado, bajo el título Mis Relaciones con la Iglesia”[45].
Sin hipérbole ni profanación, cabría parafrasear la gesta del solitario, con el texto bíblico “ese habitará en lo alto, tendrá su alcázar en un picacho rocoso, con abasto de pan y provisión de agua”[46].
Días y noches, auroras y ocasos, picachos abruptos y tersura del mar, saturaron los ojos y el alma del contemplativo, inmerso en la soledad. Por lo inefable de la experiencia, no pudo él expresarla en sus dibujos ni en sus escritos[47]. Éstos, sin embargo, contienen las páginas más bellas que brotaron de su pluma, cuando describen las montañas, el mar, las noches serenas, las borrascas. Hace numerosas descripciones; retomamos la siguiente:

“Me levanté, salí de mi cueva, y la aurora anunciaba una de aquellas mañanas de mayo, halagüeñas, fascinadoras y alegres para el hombre que fuera de las ficciones del mundo contempla solo en el destierro los atractivos de la naturaleza siempre bella, siempre inocente, siempre agradable a los ojos de su Autor. Un silencio sepulcral reinaba en todas partes: el mar estaba en reposo y sin abrir la boca ni para murmurar; el aire, quieto y sereno; el cielo, limpio y puro. El águila y cuervo marino y demás aves pescadoras, que habían venido a pernoctar en estas altísimas peñas, salían de sus escondrijos para buscar su alimento; el gavilán que tenía sus pequeñuelos en las inaccesibles grietas de estos peñones salía a la caza; el mirlo, ave solitaria, anunciaba con su melodioso canto desde lo más sublime de estas crestas un día hermoso. La naturaleza, con voz dulce y elocuente decía: adoremos al Criador, a Dios, autor de nuestro ser; y yo uniéndome a ella, me postre ante la cruz del Salvador, que cuanto más rustica, más anunciaba su virtud y su fuerza”[48].

Frecuentemente, en la calma de la noche, el solitario, nos describe en sus páginas poéticas, cómo su espíritu se encuentra sosegado y dispuesto para escuchar a Dios en el silencio.

“El espíritu en vigilia y atento a la voz de Dios. La noche era muy clara, y la luna toda llena y entera levantándose de debajo las aguas del Mediterráneo convertía en día este monte; las crestas sublimes de esta Isla hacían sombra donde yo estaba [...]. Nada de terror, ni de espanto al contrario: todo los apiñados torreones y el bosque que los adorna, todo estaba engalanado como para un tiempo de fiesta y de solemnidad. El mar estaba quieto, y con su murmullo parecía conferenciar y hablar con el monte; el aire también susurraba, pero con mucha quietud y suavidad. El aire, los mares, y el monte parecía hablaban entre sí. Llamaron mi atención, y escuche atento una voz muda”[49].

Al leer las páginas de Mis Relaciones escritas en el Vedrá no podemos menos que recordar el Monte descrito por Juan de la Cruz; pero señalando que para él el monte, no es algo real, es un símbolo que utiliza, es un diseño que le sirve para ayudar a los suyos; es también el esquema gráfico de su gran obra Subida-Noche.
El monte es el símbolo de la realidad generadora del hombre para encontrarse con Dios. Subir a la cima implica un esfuerzo ascético; pero hace posible la llegada a la meta que no es otra que la unión con Dios, porque en la cima sólo mora “la honra y gloria de Dios”.
El secreto para recorrer el camino ascensional breve está en vivir las virtudes teologales que son la auténtica norma. Quien renuncia evangélicamente a toda lo que no es Dios y se guía por la fe esperanza y caridad llega a la comunión con el Sumo Bien, quien trae consigo todos los bienes[50].
Finalmente es Juan de la Cruz el que hace el mejor comentario al Monte en 2S 7, pues, en definitiva, la única vía o camino o senda para estas alturas es Cristo. Él es el monte al que hay que subir, transformándose y asemejándose a Él[51]. Cristo es también el Todo[52].
El amor nos lleva a lo más alto, al lugar de las montañas primordiales[53] donde Dios se viene a desvelar en el otero; altura y cima del encuentro del amor de dos enamorados. Pero al mismo tiempo ese amor viene a expresarse como valle de montaña, es collado donde crecen más las hierbas, donde pastan los rebaños. Por eso los amantes van a verse en el monte y el collado[5 4].
Aunque los sentidos sean distintos es evidente que en Juan de la Cruz el monte es un símbolo y en F. Palau es un lugar fijo, concreto. Pero podemos atrevernos a afirmar que una vez más nos encontramos con los ecos sanjuanistas en la experiencia palautiana. Para él el monte es el lugar de la soledad, del descanso, del encuentro con la Amada, donde renueva su amor, donde se realizan los desposorios, donde traslada sus más bellas experiencias, donde programa y discierne su vida de servicio a la Iglesia.
Juan de la Cruz nos ha señalado que en la cima del monte se encuentra Dios. El hombre que realiza la escalada llegará a la meta: la unión con Cristo.
En uno y otro caso sea el monte real o ficticio Dios y el hombre se encuentran en un estrecho abrazo de amor. Juan de la Cruz invita a ponerse en camino decididamente; el sabe por experiencia que en el encuentro con Dios el hombre realiza los deseos de su corazón y plenifica su vida.
Después de todo nuestro recorrido, el terminar en la cima del monte, no es casual, nos pone en la meta de ambos itinerarios espirituales. En el itinerario sanjuanista: en el monte el hombre se encuentra con la gloria de Dios; realiza la unión con Dios. En el itinerario palautiano: en la soledad del monte F. Palau encuentra el lugar ideal para renovar el desposorio con su amada la Iglesia en fe, esperanza y amor, mientras no sea posible la unión definitiva que anhela ansiosamente y que se realizará en la gloria.
F. Palau desde su experiencia nos ha mostrado que el monte ha sido su espacio de contemplación donde se ha encontrado plenamente con la Amada, y también el lugar orante donde ha llevado sus afanes de servicio a la Iglesia.
[1] El Vedrá: es un islote que se encuentra en la parte sur–occidental de la isla de Ibiza, a la salida del cabo Jueu, surge casi de improviso. Alcanza una altura de 382 m. sobre el nivel del mar. Para encontrar más información sobre el mismo se puede consultar ARCHIDUQUE LUIS SALVADOR DE AUSTRIA, Las Baleares por la palabra y el grabado,1ª parte, Palma de Mallorca, 1982, 227- 228.
Nosotros señalaremos este monte porque desde que lo descubrió en 1856, se convirtió para F. Palau en el lugar por excelencia para sus retiros. Es su lugar de experiencia espiritual, de renovación y de encuentro con su Amada, la Iglesia.
[2] Cta. 1 agosto 1866, 1222.
[3] MRel 187.
[4] Cta. 4 septiembre 1861, 1138; MRel 69; 187.
[5] Cf. Positio 358.
[6] Cta. 24 julio 1857, 1081.
[7] MRel 36-37.
[8] Cf. Ex 16,10; 24,16.
[9] Ap 14,1; 21,10.
[10] MRel 209.
[11] MRel 34-35; cf. 54-55.
[12] MRel 60; Cf. 61-62; 41.
[13] MRel 39.
[14] MRel 200.
[15] Cta. 23 agosto 1861, 1134.
[16] Is 33,16.
[17] Cf. T. ALVAREZ, Francisco Palau e Ibiza...,102-103.
[18] MRel 199-200.
[19] MRel 188.
[20] Cf. J .V. RODRÍGUEZ, San Juan de la Cruz profeta..., 198-200.
[21] CB 36, 6-8.
[22] S2, 22,4.
[23] CB 14.
[24] Cf. X. PIKAZA, El Cántico espiritual..., 380-381.

[1] Cf. T. ALVAREZ, Francisco Palau e Ibiza, Burgos, Monte Carmelo, 1981, 73-74.
[2] VS .246.
[3] Cta. escrita a San Antonio Mª Claret durante su destierro en Ibiza, 28 noviembre 1859,1092-1095.
[4] MRel 194; cf 192; 162; 163.
[5] Cf. T. ALVAREZ, Francisco Palau e Ibiza..., 74.
[6] Cta. 8-15 julio de 1851, 998; Cf. MRel 384-385.
[7] MRel 225.
[8] MRel 54; cf. 267; 297; 390; 505.
[9] Cf. C. GARCÍA, Soledad, en: Diccionario de San Juan de la Cruz..., 1349.
[10] Cf: Glosa a lo divino 86-89.
[11] Cf. CB 15,24; Dichos de luz y amor, 120.
[12] CB 14,7.
[13] Cf. C. GARCÍA, Soledad, en: Diccionario de san Juan de la Cruz..., 1349-1352.
[14] LLB 3,39.
[15] Cf. F. RUÍZ, Introducción..., 434-435.
[16] Cf. CB 15.26-27.
[17] CB 15,27.
[18] Cf. C. GARCÍA, Soledad, en: Diccionario de San Juan de la Cruz..., 1357-1358.
[19] CB 28.
[20] CB 28,8.
[21] Cf. C. GARCÍA, Soledad, en: Diccionario de San Juan de la Cruz ...,1358.
[22] CB 34,5.
[23] CB 35,6.
[24] CB 36,1.
[25] CB 35.
[26] MRel 223-224.
[27] MRel 380.
[28] MRel 464.
[29] MRel 512.
[30] MRel 471.