viernes, 2 de noviembre de 2012

EL SACERDOTE: HIJO, PADRE Y ESPOSO DE LA IGLESIA EN EL BEATO F. PALAU


Mª Pilar Vila
En la dilatada historia de la Iglesia, el Espíritu de Dios ha hecho surgir grandes intercesores y místicos, y este es sin duda el beato Francisco Palau.  Su  fidelidad a  la oración de intercesión en bien de la Iglesia amada filialmente, el Padre le concedió el don de participar de su paternidad sobre la Iglesia, a la que debía amar  y servir como un padre ama su hija necesitada. Fue tan fiel en esta entrega apostólica en bien de su Hija la Iglesia que,  por intercesión de María,   Jesucristo le hizo partícipe de la Iglesia como esposa.  Su experiencia mística ayuda al Obispo y al sacerdote a descubrir el sentido pleno del celibato, ya que integra la dimensión paternal y esponsal de todo hombre sea célibe o no.
Su diario íntimo titulado “Mis Relaciones” (MR) donde narra sus relaciones esponsales con la Iglesia, es único en toda la literatura cristiana.
Ciertamente que el bto. Francisco Palau fue en vida  varón de contrariedades, pero su fecundidad puede ser inmensa en la Iglesia. Posiblemente por la riqueza de su experiencia eclesial y por su reflexión sobre la misma, pueda un día ser declarado Doctor de la Iglesia.

2.1. La larga búsqueda de la cosa amada


El beato Francisco Palau (1811-1872), nació en Aitona (Lleida). Después de unos años en el seminario de Lleida, ingresó en el Carmelo Descalzo de Barcelona, donde profesó como carmelita descalzo el 15 de noviembre de 1833. No pudo vivir ni dos años como  profeso, pues el día de san Jaime de 1835 incendiaron su convento y, con la prohibición de las órdenes religiosas masculinas, tuvo que ser fiel a la vocación carmelitana-teresiana viviendo como exclaustrado hasta la muerte.
A la edad de 53 años, cuando ya hay establecidas unas relaciones espirituales con la Iglesia como persona mística, el beato Francisco Palau, religioso exclaustrado y sacerdote célibe, no le da miedo expresar sus sentimientos más íntimos: “Yo deseaba como todos, amar y ser amado, amar y ser correspondido en mi amor” (MR 8,21)[1]. Él amaba “lo infinitamente bello”, pero era una belleza confusa. Como san Agustín desde su infancia sabía que amaba, pero no sabía a quien amaba. El descubrimiento de la  persona amada fue un proceso lento y progresivo.
Durante su infancia y su juventud[2] buscó su cosa amada “en la tierra, y no hallando en ella criatura alguna capaz de satisfacer mis apetitos la busqué en el cielo” (MR 15,2), Será a los 21 años cuando ingresará en el Carmelo descalzo, después de haber sido seminarista en el seminario de Lleida: “A los 21 años de edad, al desprenderse el corazón de los objetos extraños al verdadero amor, al dejar las cosas que no merecen los afectos del corazón, me hallé en una situación horrible: impulsado por el amor buscaba mi cosa Amada en Dios: más ¡Ay!, yo no la conocía, y ella no se revelaba. No obstante, la pasión del amor no estaba en mí ociosa, sino que crecía de año en año hasta devorar el corazón” (MR 10,14).
Y fui al claustro, por si acaso allí te encontrara. Yo, aunque muy a oscuras, te buscaba a ti: estaba persuadido de que sólo una belleza infinita podía saciar y calmar los ardores de mi corazón. ¡Cuán lejos estaba entonces de creer que fueses lo que eres! La soledad, sin ti, lejos de calmar la pasión del amor, la fomenta: y el claustro ensanchó mi corazón, encendió mayor llama en el amor. Pero no conociéndote sino como se conoce una persona extranjera, mi tormento era sin comparación más cruel en la soledad del claustro que en el bullicio del mundo” (MR 22,14)
Los revolucionarios le quemaron su convento y por las leyes desamortizadoras deberá vivir el resto de su vida como exclaustrado, por obediencia a sus superiores se ordenó sacerdote, la búsqueda de su amada  continuó a través del ejercicio del ministerio sacerdotal. “La amaba, y mi amor buscaba ocasiones para acreditarse ante sus ojos como verdadero amante ofreciéndole la vida, pero ella no quiso el sacrificio de mi sangre; y se manifestaba en medio de la más oscura noche, y entre las tinieblas se presentaba encubierta, y tan de lejos que ni su bulto y menos su sombra dejaba ver. Y no obstante, el amor la buscaba, resuelto a todo sacrificio por ella” (MR 15,3).
Desde los 21 años de mi edad hasta los 33, cosa extraña, yo amaba con tal pasión, que busqué mil ocasiones para acreditar que daba y ofrecía mi vida y mi sangre en testimonio de mi lealtad; y la Amaba me salvó la vida mil veces expuesta a los peligros de una guerra tal cual la sostuvo España, mi patria, contra sí misma. «Yo te amo -decía a mi Amada- acepta mi sangre en prueba de la verdad de mi amor». Soy vivo porque mi Amada no aceptó el sacrifico. Cosa rara: yo no la conocía, y la buscaba, pero entre velos la miraba gloriosa en el empíreo; y creyendo que sólo allí podía verla, deseaba  acabara pronto mi vida sacrificada y consagrada a su amor” (MR 10,14).
La situación de España empeora y tiene que exiliarse a Francia, allí dedica  su vida a interceder en favor de la Iglesia a la que ama más que a las niñas de sus ojos. No sólo ora sino que reflexiona sobre el misterio de la Iglesia, pero durante años no pudo tener de la Iglesia más que una  noción muy abstracta, por otro lado él seguía buscando a su cosa amada. Pero es en esta época en la que entra en una profunda noche interior, que él describe con trazos bien expresivos:  “Y a los 31 años de mi edad empecé a morir  viviendo y a vivir muriendo, una vida tan horrorosa a mi vista, tan amarga, que me horripila mis carnes al escribirlo: Dios entregó mi alma en poder de los demonios; y parece tenían fuerza de mí cuanto les placía. Y esta vida duró hasta la edad de 50 años, esto es, 17 años seguidos, sin un día de luz ni de interrupción. En este tiempo el amor no sólo se extinguió, sino que levantando siempre más sus llamas, llegó a tal exceso que ya no me fue posible soportar más mi situación. Yo amaba con pasión, y, cosa extraña, ni conocía a mi Amada ni esta se relacionaba conmigo” (MR 10,15).
Dirá de esta época: “Perdidas las esperanzas de morir por tu amor, hallándome en  la flor de mi edad, no pudiendo soportar la llama del amor que ardía dentro de mi pecho viviendo entre los hombres, me resolví en mi edad viril vivir solitario en los desiertos. Te llamé y no me respondiste, te busqué dentro el seno de los montes, en medio de los bosques, sobre la cima de las peñas solitarias, y no te hallé. En la soledad del monte marchité mi virilidad en busca de ti; (...) ¿Dónde estabas entonces? ¡Ah, estabas tan cerca y yo no lo sabía, estabas dentro de mí mismo y yo te buscaba tan lejos! ¿Por qué no te hicisteis visible?” (MR 22, 16).
Una vez conocida su persona Amada, se lamentará de no haberla conocido antes: “Yo tengo ahora ya  54 años, no ha más allá de cuatro años que te conozco. ¡Cuán perdido ha andado mi corazón sin ti! ¿Por qué no te revelaste a mi juventud? ¡Cuán diferentes hubieran sido mis obras! Una sola palabra salida de tus labios hubiera bastado para advertirme de que eres tú mi cosa amada que buscaba. Hasta hallarte, mi corazón ha ido siempre en pos de ti preguntando por su Amada; más ¡ay! Nadie me daba razón de ti” (MR 7,14). 
Después de 40 años de búsqueda ya no esperaba que pudiera conocer su cosa amada en este mundo: “Por fin, estaba yo muy lejos de pensar que en esta vida miserable la cosa amaba se comunicara con su amante; y bastó un día una sola palabra salida de sus labios para que mi corazón la conociera” (MR 10,16).
Se le revela la Iglesia como una persona mística, primero figurada en una bellísima joven que el Padre le da por Hija. ”Por fin, pasados cuarenta años en busca de ti, te hallé. Te hallé porque tú me saliste al encuentro, te hallé por que tú te distes a conocer” (MR 22,17). En sus soliloquios con la Iglesia ésta le dirá:  “-si no me conocías, ¿por qué me buscabas? ¿Cómo podías hallarme ni ir en busca de mí? –me dijo- Mi Amada”. A lo cual él responderá: “-Mí corazón amaba lo infinitamente bello, pero de esta belleza no tenía más que una idea confusa; la buscaba porque sabía existía. ¿Por qué no te diste a conocer más temprano?” (MR 22,17). 
En la oración comprenderá que la revelación de la Iglesia como persona mística se debía realizar progresivamente. “- Yo (la Iglesia) soy un objeto infinitamente bello, bueno amable y deleitable; el corazón humano es cosa tan pequeña con respeto a mí, que no cabe dentro tanta grandeza, y por esto yo me he manifestado poco a poco y bajo mil formas y maneras; y ahora me manifiesto casi sin velos, porque tu entendimiento está ya dispuesto a recibir mi presencia en idea, especie, forma, figura o imagen. No obstante todos estos preparativos, apenas crees; tan pequeño es el individuo con respeto a objeto tan grandioso. Yo soy Dios y tus prójimos, yo soy en Cristo cabeza el gran cuerpo moral de su Iglesia cuyos miembros son todos los predestinados a la gloria; y este cuerpo moral es tan grandioso, que no cabe en el entendimiento humano sino apenas la idea, figura o imagen, y para ésta es aún preciso ensancharle, dilatarle y engrandecerle, cuya operación no puede hacerse sino con tiempo, poco a poco, cooperando el amante. A proporción que entre la idea, noticia o imagen de  mí en el entendimiento, el corazón se dilata, se ensancha y se dispone para unirse conmigo en amor; y ésta es también obra del tiempo” (MR 22,18).

2.2. El P. Palau como hijo de la Iglesia

En su época, la Iglesia estaba atacada por todos los frentes, surgió en el corazón del beato Francisco Palau, un profundo amor filial hacia su Madre la Iglesia: “Tú, Amada mía, eres mi madre, y hay entre los dos relaciones de hijo a madre. Eres mi madre: según el orden físico, tu Espíritu, (...) después de haberme dado el ser y la vida de gracia por el bautismo. En el curso de mi vida, tú, oh Iglesia,  santa, me has amamantado de la leche de tu doctrina, y con tu Espíritu vivificador me has sostenido como buena madre en el seno de tu amor. ¡Cuántos consejos internos, cuántas inspiraciones! ¡De cuántos males, oh Madre, la más tierna, me has preservado sin yo saberlo! Las relaciones  de madre a hijo, y viceversa, están fundadas en el amor maternal y filial. Yo no te conocía, oh madre tierna, y tu para dar calor a mis resoluciones santas, me apretabas a tus pechos y fomentabas mi piedad y devoción y el amor a cosas santas y eclesiásticas” (MR 22, 23)
Al poco tiempo de vivir exclaustrado, siguiendo las orientaciones de sus superiores, fue ordenado sacerdote; él mismo escribió:

          "Habiéndome la Iglesia por ministerio de uno de sus pastores impuesto las manos sobre mi cabeza, el espíritu del Señor, que vivifica ese cuerpo moral, me mudó en otro hombre, a saber en uno de sus ministros, en uno de sus representantes sobre el altar, en sacerdote del Altísimo. Cuando con el incensario en la mano por vez primera subí las gradas del altar, para ofrecer a Dios el perfume de las plegarias del pueblo (Ap 8,33), mi patria era un cementerio cubierto de esqueletos. Por mi ministerio estaba yo, como ministro del altar, como sacerdote, comprometido a luchar con el ángel vengador que había manchado su espada con la sangre de mis conciudadanos y de mis hermanos los ministros del santuario. No podía yo presentarme en el campo de batalla sin armas (...) tomé, pues, del arsenal del templo del Señor una armadura del todo espiritual (Ef 6,13) como son la cruz, el saco y el cilicio, la penitencia y la pobreza, juntamente con la plegaria y la predicación del evangelio" (VS 5,18-19).
Cuando los liberales tenían el poder en España durante primera mitad del siglo XIX llevaron a término una persecución sistemática con el objetivo de someter a la Iglesia: “con el hundimiento económico de la institución  eclesiástica (supresión del diezmo, y la desamortización); reducción del estamento clerical (control de las ordenaciones sacerdotales, exclaustración y supresión de beneficios) y el deseo de intervenir en el gobierno jerárquico de la Iglesia española con la intención de desvincularla lo más posible de Roma (expulsión de nuncios, de obispos recalcitrantes, inclinaciones cismáticas en algunos proyectos)” [3]
El P. Palau era consciente de la grave situación que vivía la Iglesia en España, por los largos años de persecución sistemática contra la Iglesia, los asesinatos de religiosos en distintas ciudades. Él mismo vivió en su propia carne esta persecución a muerte. También vivió en su propio convento[4] la división interna en la misma Iglesia, entre los partidarios de retornar al Antiguo Régimen y los simpatizantes de las ideas liberales. En tiempos de las guerras carlistas, a petición de los obispos de Cataluña, predicó por distintos pueblos la urgencia de la conversión y de la paz. En estas correrías misionales pudo presenciar cómo algunos eclesiásticos del clero bajo habían tomado las armas para defender los privilegios de la Iglesia. Él nunca quiso tomar un arma, ya que lo consideraba incompatible con el sacerdocio.
Por la exclaustración de los religiosos, con pocos sacerdotes con el progresivo envejecimiento ya que no se podían ordenar de nuevos, la mayor parte de las diócesis sin obispos, el trauma que significó que eclesiásticos tomaran las armas... dejó a la Iglesia en España exhausta, sin capacidad de reacción para sobreponerse a las circunstancias.
El beato Francisco Palau, que vivió trágicamente estas vicisitudes, escribió: "El cuerpo de la Iglesia de España está devorada por un cáncer espantoso, que sólo un milagro de la Omnipotencia lo puede curar. Toda medicina humana se hace inútil; sólo la mano de Dios puede curar sus llagas, y para que las cure es necesario que se lo pidamos. La oración, pues, es la única medicina que queda a la Iglesia de España para que sea salva; y para que esta oración se haga debidamente es necesaria la virtud del Espíritu Santo" (LAD In., 17-18).
La grave situación que se vivía en España afectaba profundamente a la dimensión de la Iglesia como sacramento salvación: “Cuántas almas serán seguramente precipitadas en el infierno que, si hubiesen tenido la dicha de morir en los tiempos de gloria y esplendor para la santa Iglesia, se hubieran tal vez salvado por los cuidados y solicitud de esta buena madre” (LAD Int. 21). ”Sin sacerdotes, sin fiestas ni solemnidades, sin el dulce y confortativo pan de la Eucaristía y las cristalinas aguas de los demás sacramentos, sin el pasto de la predicación libre de la divina palabra ¿qué será de mí y de mis pobres hijos?” (LAD IV, 32).
Además el desánimo cundía por doquier: Pondrá en boca de la Iglesia: “Para el colmo de mi aflicción se ha esparcido un rumor melancólico, una voz triste repiten mis hijos estimados, que, perdida toda esperanza, ya dicen: “No hay remedio para nuestra madre; está ya abandonada de Dios España; no pensemos ya más en ella; nuestra patria ya es presa del demonio; dejémosla, y vámonos a otras naciones”. ¡Ah, hijos míos! Vuelvo a decir, la medicina para curar mis males en vuestra mano está” (LAD IV,32). Como otro libro de lamentaciones pondrá en boca de la Iglesia: “el mar de lágrimas en que veo anegada en España a mi desconsolada madre la Iglesia, las profundas llagas que abre en su seno la impiedad, los peligros en que me veo, el medio único que le queda para ser salva, que es la oración y el sacrificio, el extraño olvido en que no pocos de sus hijos están de aplicarle esta medicina única, la falta de instrucción sobre la necesidad, utilidad, obligación y el modo de hacerse la oración por la salvación de la Iglesia (LAD, Int. 37).
El P. Palau no se dejó vencer por el fatalismo o la resignación, como sucedió en muchos de sus contemporáneos. Para él la Iglesia era algo trascendental. "Los estragos que sufre en el suelo patrio producen en su espíritu una sensación dolorosa similar a la que experimentara otrora la Madre Teresa frente a los luteranos franceses. Similar también la reacción interior: aplicar el remedio de la oración y del sacrificio; contagiar a otras almas los mismos deseos y propósitos"[5]. La proyección apostólica de la oración brotan espontáneamente de su vocación carmelitana-teresiana. Él veía  que el único remedio era implorar constantemente la ayuda de Dios con una oración perseverante y confiada, además de vivir el Evangelio con radicalidad.
Oraba por la Iglesia en España como un hijo ora por su madre que está enferma de muerte y sólo la oración puede curar  y sanar. En su libro Lucha del alma con Dios, redactado en forma de diálogo entre el alma orante y el director espiritual que le instruye en el arte de interceder ante Dios, pondrá en boca del alma orante sus propios sentimientos filiales hacia la Iglesia de España:

Yo soy la más triste y angustiada entre las hijas de España. Vos veis la situación en que se halla mi querida madre. (...) ¿Me será posible el reposo? ¡Ah! Sería menester que me quitarais las entrañas de hija para con una madre que amo más que a las niñas de mis ojos. (...) ¡Oh salud de mi madre no me deja ni un instante de reposo. Para aliviar mis males quisiera olvidarlos, pero el amor despierta su memoria. Señor, ¿hay remedio para las profundas llagas de mi alma? O curádmelas o quitadme la vida, pues no me es dable vivir más tiempos con ellas”(LAD IV, 4).
       Seguirá diciendo: “¿Estas almas poseídas del Espíritu Santo,  viendo el miembro de  la Iglesia a la que ellas pertenecen, en peligro gravísimo de muerte por mas que ellas sean miembros sano, ¿podrán tener reposo ni descanso? ¿podrán día y noche ocuparse en otra cosa que en gritar y clamar a Dios por la salvación de la Iglesia” (LAD Intro. 19).
El P. Palau no sólo estará lleno de dolor por la situación de la Iglesia de España sino que además hará tomar responsabilidad del amor filial que todo bautizado tiene con su madre la Iglesia:
                    “Todos los españoles sin excepción tenemos obligación estrechísima de ocuparnos en ella. Esta obligación entre otros motivos se funda en el amor filial que debemos tener a la que es nuestra espiritual madre. Esta madre tiernísima está en peligros y angustias de muerte y, siendo la oración debidamente dirigida a Dios por su salud una medicina eficaz, la única que puede restablecerla, es un riguroso deber nuestro el ofrecérsela y tanto más cuanto la tenemos en nuestras manos. (...) Dé V. Una mirada sobre la madre que la engendró en el bautismo y la parió a Jesucristo por el sacramento de la fe. Mire la triste situación en que se halla la Iglesia en España y, al verla cubierta de llagas, cargada de horrorosas cadenas, puesta en las angustias de la muerte y que si no le viene pronto el auxilio de lo alto va a exhalar su última aliento” (LAD, Intro, 20)

Después de exponer la situación en que se encuentra la Iglesia, habla de los remedios para poderla sanar: “Los médicos de la madre espiritual de V. No son otros que el Padre eterno y su unigénito Hijo y su medicina la oración en virtud del Espíritu Santo. Y esta oración dirigida eficazmente al Padre y al Hijo para su remedio es medicina tan eficaz que ella sola basta para curarla enteramente de todas sus llagas. Esta medicina está en la mano de V., y tal podría ser la fe de V. Que bastara V. Sola para retornarle su perfecta salud” (LAD, Intro. 20).
En Francia donde estaba exiliado descubre que las desgracias sufridas por  la Iglesia en España también amenazan a las otras Iglesias. Como él mismo escribe: "En esta lucha me limitaba al principio a sostener la causa de mis conciudadanos y de mis cohermanos, pero vomitado por la revolución al otro lado de los Pirineos, y habiéndome apercibido en mi destierro de que esta misma espada, que tan espantosa carnicería hacia en España, amenazaba igualmente a las demás naciones en que se profesaba la religión católica, decidíme desde entonces a fijar mi residencia en los más desiertos, salvajes y solitarios lugares, para contemplar con menos ocasión de distracciones los designios de la divina Providencia sobre la sociedad y sobre la Iglesia" (VS 5,20).
Fue una oración realizada no en medio de goces espirituales, sino desde una densa noche interior. Él mismo escribió refiriéndose a esta etapa de su vida: "A los 31 años  de mi edad empecé a morir viviendo y a vivir muriendo  (...) Y esta vida duró hasta la edad de 50 años, esto es, 17 años seguidos, sin un día de luz ni de interrupción"(MR 10,15). Desde un profundo amor a la Iglesia y una gran confianza en Dios, que escucha las oraciones que se hacen en favor de la Iglesia, pudo permanecer fiel a esta súplica incesante a en el transcurso de once años de su vida, en la que no deja de suplicar a Dios que se apiade de la Iglesia de España, y muestre su misericordia. Sólo así podrá colaborar en cambiar totalmente  la suerte de la Iglesia en España.
La intercesión, hecha desde las profundidades de la tierra en las cuevas o viviendo en una ermita en la máxima austeridad, fue su vida durante su estancia en Francia. Desde allí acompaño eficazmente con su fe hecha plegaria ardiente, todos los acontecimientos de los momentos de gran persecución de 1840 hasta la reconstrucción progresiva de la Iglesia en España, que se afianzó con la firma del Concordato de 1851.


2.3. El sacerdote padre de la Iglesia

El beato Francisco Palau fue tan fiel  en ayudar a la Iglesia como un hijo ayuda a su madre necesitada, con el único remedio que la podía curar, que era interceder constantemente por ella, Dios que nunca se deja vencer en generosidad, le hace  participar de su paternidad espiritual sobre la Iglesia. Esta gracia le fue concedida al beato Francisco Palau en 1860 cuando él se preparaba para dar la bendición final a la misión que había predicado en la Iglesia-catedral de Ciutadella (Menorca). Él  relata esta experiencia que cambió radicalmente su vida espiritual:

Una tarde estaba yo en una iglesia-catedral esperando llegase la hora de la función. En ella había de dar la bendición última que se acostumbraba, después de concluida una misión. Y fue mi espíritu transportado ante el trono de Dios: estaba en él un respetable anciano, millares de ángeles le administraban. Uno de ellos vino a mí y traía en sus manos una ropa blanca de oro purísimo, especie de estola. Así vestido, el que estaba en el trono sentado me llamó, y me presenté de pie sobre un altar que allí había.
El anciano me dijo diese en su nombre la bendición: me volví contra el altar y vi a sus gradas una bellísima Joven, vestida de gloria; sus ropas blancas como la luz; no pude verla sino envuelta de luz y no me fue posible distinguir de ella otra cosa más que el bulto, porque no se podía mirar. Cubría su cabeza un velo finísimo. Oí una voz que salía del trono de Dios y me decía: Tú eres sacerdote del Altísimo; bendice, y aquel a quien tú bendecirás será bendito; y lo que tu maldecirás, será maldito. Esa es mi Hija muy amada. En ella tengo mis complacencias: dale mi bendición. Los príncipes del Reino de Dios hacían corte a la Joven y se arrodilló ante el altar; recibió mi bendición y desapareció toda aquella visión (...) Llegada la hora de la función, mientras subía al púlpito, oí la voz del Padre que me dijo: bendice a mi amada Hija y a tu Hija" (MR II, 1-2).

Esta comprensión de la Iglesia como persona mística, fue una revelación sobrenatural, pero a la vez culminación de todo un proceso interior, así lo describe en Mis Relaciones, su diario espiritual: “¡Iglesia Santa! Veinte años hacía que te buscaba: te miraba y no te conocía. (Le responde la Iglesia) Yo me he descubierto poco a poco. Has visto primero mi cuerpo, todas mis partes, mi constitución física y moral, las funciones de mis miembros y mi poder(...)Y ahora te descubro mi cara, te revelo mi espíritu y te muestro mi corazón y mi amor para contigo, porque tu amor para conmigo, tu lealtad, tu fidelidad no ha desfallecido en las pruebas duras, largas y pesadas a que por ordenación de mi Padre has sido expuesto" (MR III, 1,3).
         Esta experiencia mística transformará toda su vida espiritual. La Iglesia no es una ciudad, ni una casa, es una persona mística, una persona viviente con la que se puede establecer relaciones. El paso de una concepción de la Iglesia como una realidad abstracta, a un ente vivo, fue consecuencia de esta visión sobre la Iglesia que tuvo en la Catedral-Iglesia de Ciutadella. Todo lo que había  meditado sobre la naturaleza de la Iglesia, se simplificaba en una bellísima Joven, que el Padre le da por hija. Nos dice que "Desde aquel día principié a invocarla y a llamarla ¡Hija de mi amado Padre!... Estaba bien lejos de llamarla Hija mía" (MR II, 4).
         Como en el corazón de cada mujer existe en potencia el amor maternal, la gracia que el P. Palau recibió en Ciutadella despertó en él el amor paternal que hay en el interior de cada hombre. Esta experiencia interior, inauguró en él una relación de amor paternal hacia aquella bellísima joven que el Padre le daba por Hija.
Poco a poco fue llamándola hija suya, comprendía que Dios le hacía partícipe de su paternidad, a la vez oía en su interior que esta joven como representación de la Iglesia, le llamada padre: "¿Padre mío, dame tu bendición!, ¿Quién eres tú? Soy tu Hija, la Iglesia santa, peregrina sobre la tierra" (MR 8,9).
Sabe que la participación en la paternidad divina sobre la Iglesia le exige su entrega,  por ello dirá: “El Padre celestial me la ha dado por Hija, y desde entonces yo debo cumplir para con ella mis deberes de padre. Si he de juzgar de mi amor para contigo por lo que peno y sufro por ti, mucho debo amarte, porque sufro mucho por ti” (MR IV 2). Le responderá la IglesiaSi me amas, cuida de mí; mis intereses sean tus intereses, mi gloria sea tu gloria” (MR IV 2).
Expresiones de esta vivencia de paternidad están esparcidas a lo largo de "Mis Relaciones”: "Ando como un padre de familia que viendo a su hija adorada entre las uñas del león, sin calcular sus fuerzas se echa sobre él para salvarla. Soy como un pobre padre de familia que anda sobre las llamas, que se precipita sobre lo profundo de las aguas para salvar a su hija; y como el amor todo lo cree posible, sin mirar si tiene o no medios de salvación, se mata, se arruina, se precipita" (MR 9,29). La Iglesia le reafirmará: “Mi Padre celestial te dio para conmigo amor de padre, y me dijo a mí: «Este es tu padre», y a ti: «Ahí tienes a mi Hija y tu Hija», y desde entonces, devorado por el amor de padre para conmigo, buscas ocasiones de servirme y acreditar tu amor paternal” (MR 17,4).
         Al cuidado de esta Hija se entregó totalmente “Jesús mío, he ido a vuestro Padre y a mi Padre; me ha mostrado su Hija unigénita y me ha dicho: “Mi Hija muy amada es tu Hija”. Puesto que en su eterna sabiduría así lo ha dispuesto, yo me rindo y me sujeto... (...) Estoy a su servicio; Señor Dios mío, mandadme, reveladme lo que queréis que haga para agradarla y complacerla. Vos sabéis que sobre el altar de la cruz tengo por ella sacrificada mi vida, mi reposo y todo cuanto tengo de más caro”(MR VII,5).
         Uno de los primeros frutos de esta paternidad sobre la Iglesia, se concretó muy poco tiempo después de la gracia en la Iglesia-catedral de Ciutadella en la fundación de dos congregaciones religiosas, los hermanos y las hermanas Terciarios Carmelitas. Los primeros se extinguieron después de la guerra civil. Pero a raíz de su muerte la congregación de las hermanas se dividieron en dos, las Carmelitas Misioneras Teresianas y las Carmelitas Misioneras. Hoy día son más  de 2.700 hermanas esparcidas por todos los continentes, que procuran testimoniar cuan bella es la Iglesia para que todos la amen. 
Esta paternidad sobre la Iglesia también le renovará interiormente para entregarse totalmente al servicio de la evangelización, de forma concreta en  la reevangelización de isla de Ibiza, donde estuvo confinado por las autoridades civiles desde 1854-1860. La reevangelización de la isla se hizo urgente después del  el asesinato de un sacerdote. El gobernador eclesiástico de Ibiza pidió la ayuda del bto. Francisco Palau. Él se sintió exigido interiormente a servir a la isla de Ibiza como un padre se cuida de su hija necesitada y  se entregó de lleno a esta tarea. Predicó en diversas ocasiones ejercicios espirituales a los sacerdotes para avivar en ellos un verdadero celo apostólico. Predicó en muchas de las parroquias de la isla, consiguiendo una verdadera renovación espiritual.
Ibiza  también necesitaba una verdadera transformación en el ámbito cultural y social. Desde sus contactos con las autoridades y por medio de la prensa, consiguió mejoras sociales, urbanísticas, centros de enseñanza y servicios sanitarios. Desde de la prensa reclamó que  la isla de Ibiza tuviera obispo propio, hecho que no sucedió hasta 1927.
En su interior sentirá el agradecimiento de la Iglesia de Ibiza por todos sus desvelos apostólicos,  “¡Cuán agradecida estoy a tus sacrificios! ¡Oh, cuánto puede el amor de un padre!”(MR 7,8). Él tendrá necesidad de que se vaya clarificando su paternidad respecto a la Iglesia de Ibiza, y en estos diálogos interiores ayudado por la gracia del Espíritu Santo irá recibiendo luz para ir comprendiendo progresivamente su paternidad sobre la Iglesia. “¿Quién eres,  tu hija mía? – Yo soy todas las parroquias de Ibiza unidas a Cristo, mi Cabeza. (...) ¿Tú eres hija mía? – Sí, yo soy hija tuya. -Explícate un poquito más claro. –La palabra divina que administras es la semilla, que, recibida  en el corazón de esta Isla, forma las almas según la ley a imagen de Dios. La palabra divina recibida en el corazón, reducida a obras, es el Hijo y la Hija de Dios: es la que engendra y da vida  a las almas: y esa Hija de Dios formada  a semejanza suya en virtud de la palabra que derramas en el corazón de la Madre, la Iglesia, soy yo. Eres mi padre, y con este dulce nombre yo oigo la palabra de vida que por tu boca pronuncia mi Padre celestial. Yo soy la isla de Ibiza, regenerada a la vida en virtud del verbo Dios. Esto que te digo es una realidad” (MR 7,9). 
Este es uno de los ejemplos que la más sublime experiencia mística, el ser partícipe de la paternidad de Dios sobre la Iglesia, convierte al sacerdote en un fecundo evangelizador de los pueblos, haciendo que una diócesis con graves problemas se levante y empiece a andar.  Con razón se llama al bto. Francisco Palau  apóstol de Ibiza.

2.4. La paternidad sobre los hijos más necesitados de la Iglesia


El descubrimiento de la Iglesia como su cosa Amada, hará que surja de él una disponibilidad mucho más radical en servirla. “¡Oh, qué dicha la mía! Te he ya encontrado. Te amo, tú lo sabes: mi vida es lo menos que puedo ofrecerte en correspondencia a tu amor. (...) Yo ya no soy cosa mía, sino propiedad tuya; porque te amo, dispón de mi vida, de mi salud y reposo y de cuanto soy y tengo” (MR III 2).
        El P. Francisco Palau a lo largo de su existencia sirvió a la Iglesia desde su ministerio sacerdotal: como intercesor, catequista, director espiritual, misionero apostólico.... Pero desde la experiencia de la Iglesia como persona mística, se sentirá llamado a ejercer el ministerio del exorcistado, que es otra de las dimensiones del ministerio sacerdotal. Ésta fue la misión más terrible de todas la que había realizado hasta entonces. Cristo que le había hecho participar de su gozo más íntimo, que es sentirse amado esponsalmente por la Iglesia, también le hará participar de un sufrimiento profundamente doloroso para El, la incomprensión de las autoridades religiosas judías precisamente por llevar a termino la buena nueva de curar a los enfermos y liberar a los que estaban oprimidos por el diablo.
El P. Palau se sintió llamado a atender a estos marginados de la sociedad, algunos de ellos habían quedado afectados por haber participado en sesiones de espiritismo. Este párrafo es un testimonio elocuente del dolor y el amor paternal que siente por la situación de unas posesas. “Era (terrible), y aún lo es para mí, ver en poder de los demonios seis jóvenes dignas de mejor suerte. Poseídas muchos años ha, reclusas en nuestro convento (...) Apenas pueden ni mirarme ni hablarme, ni confesarse ni oír misa; privadas de todos los consuelos de nuestro ministerio, están reducidas a una situación la más espantosa que pueda concebirse. Expuestas a la muerte y sujetas a todos los tormentos de la posesión diabólica, imploran los auxilios de la religión, han acudido como hijas fieles a los brazos de la Iglesia su Madre. Son hijas de la Iglesia, y de condigno, como bautizadas, les debemos los socorros de la religión”  (MR 11,22).
Él sabía que la potestad de ejercer el ministerio del exorcistado era reservado a los obispos, él se someterá a sus decisiones, pero hará todo lo que esté en su mano para hacer descubrir la conveniencia y la necesidad  de autorizar la practica del exorcistado, incluso como una función permanente. Con el permiso de su obispo recorrerá incluso al Papa y al Concilio Vaticano I. Eulogio Pacho escribirá: “Aunque en esto se pudiera equivocar (al atribuir la situación de las seis posesas o de otros al influjo diabólico) es de admirar su incondicional donación a una causa que repercutía en bien de la Iglesia a través de la atención a las personas más abandonadas de la sociedad[6].
El P. Palau se sentirá  llamado a realizar este servicio ya que descubre el Cristo Total, los que sufren enfermedades, es la misma Iglesia la que los sufre:  “En medio de los pueblos soy tu hija la Iglesia militantes sobre la tierra, y lloro con los que lloran y sufro con los que sufren; aquí tu palabra es el pan de mi vida, y cuanto haces a mis miembros enfermos y afligidos, porque en la pena y aflicción me das consuelo, por esto en el monte yo te volveré mil por uno” (MR 9,5). En el ejercicio de la caridad, él irá profundizando en sus relaciones con la Iglesia, e irá adentrándose en una comprensión cada vez más profunda de su misterio.
En la atención a los posibles posesos y en el ejercicio del ministerio del exorcistado recibirá todo tipo de incomprensiones, incluso llegó a ser encarcelado, porque la clase médica le acusaba de usurpar sus funciones. Pero al beato Francisco Palau lo que más le hacía sufrir era ser infiel a su misión como padre de la Iglesia, y perder la presencia interior de su Amada a causa de sus pecados.
Será en la oración donde él curará las heridas del ejercicio de su ministerio sacerdotal. Servirá a la Iglesia desde el amor paternal, pero se sentirá amado en la oración desde el amor esponsal de la Iglesia.  En ocasiones se siente deshecho, destrozado, pecador y prefiere morir antes que seguir viviendo. “-¡Oh amor, qué eres cruel! Me matas y me dejas vivo para amar, me hieres y no me acabas ¡infeliz de mí! Porque te amo, busco en los servicios ocasión de complacerte. Tú sabes que te amo. ¿Cómo es posible dejarte de amar conociéndote? Tú te has revelado a mí me descubres a mi vista tu amor; y mi corazón, arrastrado por esa pasión indomable, desea servirte y agradarte” (MR 9,7). 
Se sentirá interpelado por la Iglesia: “-Pues si me amas, ¿por qué me quieres dejar? Si me amas tendrás, penas a medida del amor; reconóceme por tu compañera de penas. ¿Quieres un remedio eficaz para todos tus males?. –Dámelo. – Pues bien, es éste: al anochecer y amanecer no dejes de subir a este monte para la oración, y en ella todo lo hallarás. (...) Oraras con fervor y en debida forma mañana y tarde sobre la cima de este monte, y en la oración me tendrás a mí, y yo soy para ti todas las cosas; todo lo tendrás teniéndome a mí” (MR 9,7).
No sólo deberá orar para rehacer su vida ministerial sino que deberá interceder por la Iglesia en el bien de todos sus miembros. “El que me ama a mí es mi padre y mi madre, porque me tiene en las entrañas de amor como una madre en su seno a su  hija; el que me ama, ora por mí,  por mi Cabeza y por todas las partes de mi cuerpo; el que me ama, éste es mi padre, mi madre, mi esposo y mi hermano (Mt 12,50). Así como tienes necesidad tú que otros oren por ti, así los demás tienen necesidad, desde el Papa hasta el último de los fieles, que oren por ellos” (MR 8,12). 
Su  entrega paternal a favor de la Iglesia no tendrá descanso hasta el fin de sus días. Cuando tiene conocimiento que unas hermanas Terciarias Carmelitas por él fundadas que atienden a los apestados del pueblo de Calasanz viven en una situación desesperada, fue allí ayudarlas. Allí se entregará de lleno a la labor de atender humana y espiritualmente a los apestados, teniendo que hacer incluso de sepulturero ya que todos las autoridades del pueblo habían muerto y había verdadero pánico en la población y nadie se atrevía ni a enterrar a los muertos.
Cuando la situación se alivió, aunque se sintiera enfermo, se dirigió a Tarragona  para  conseguir la aprobación de las Constituciones para que diera estabilidad a su obra fundacional. Allí en Tarragona rodeado de sus hijos e hijas espirituales,  el 20 de marzo de 1872,  murió con la paz en el alma pero en noche cerrada: “No me he apartado nunca en lo más mínimo (de la Iglesia). En mis opiniones he sujetado siempre mi juicio sin tener más interés que la gloria de Dios”[7] . Nos dicen los testigos presenciales: “Y apartó sus ojos de este mundo terrestre para fijarlos en el celestial”. El hijo de Teresa de Jesús moría como su fundadora, como sospechoso pero fiel a la Iglesia. Tal vez ya la veía cuando pronunció las palabras: “Ya es hora Teresa[8].

2.5. María medianera del enlace nupcial entre el sacerdote y la Iglesia

Aunque se entregó con todo su ser al servicio de su Hija, estas relaciones de paternidad "tampoco satisfacen ni llenan el vacío del corazón" (MR 22,23). Dios que nunca se deja vencer en generosidad, ante la fidelidad, lealtad y entrega  del beato Francisco Palau en el servicio evangelizador de la Iglesia desde un profundo amor paternal le hará entrar en unas nuevas relaciones con la Iglesia que como él dirá iban dirigidas a “llenar directamente el corazón” (MR 22,44), estas son las relaciones esponsales, que son el culmen de su búsqueda. María,  la madre de Jesús,  ejercerá la función de medianera para que se realice esta nueva relación con la Iglesia, que llenará los deseos más íntimos de su corazón.
El P. Palau al ingresar en el Carmelo Descalzo pudo ponerse en contacto con la obra mística de san Juan de la Cruz, en la que por el bautismo el alma se desposa con Cristo, que es el infinitamente bello. Él mismo en distintas ocasiones hace mención que el alma es esposa de Jesús por el bautismo: “Como esposa de Jesús que es V. Desde el bautismo y especialmente desde que se ha consagrado V. Totalmente a Dios, debe revestirse de celo por el honor de su Esposo[9]. Pero el beato Francisco Palau intuía que lo único que podría apagar el deseo de su corazón era sentirse amado por una belleza espiritual femenina.
Durante tiempo  buscó en la Virgen María este amor: “Había muchos años que hacía esfuerzos de espíritu excitando  mi amor para con María la Madre de Dios, y mi devoción para con ella no me satisfacía.  Mi corazón buscaba su cosa amada, buscaba yo mi Esposa; -y en María sólo veía actos que merecían gratitud, amor filial, pero no encontraba el amor en ella su objeto” (MR 1,5).
         Para el P. Palau debía ser profundamente doloroso el alejamiento interior durante años de la Virgen María, y le era tanto más incomprensible cuanto él más se esforzaba en promover que la madre de Dios fuera amada, honrada e imitada tanto por los obreros de Barcelona en la Escuela de la Virtud presidida por una imagen de la Virgen de las Virtudes, como entre los habitantes de Ibiza donde la Virgen María bajo la advocación del Carmen era llevada triunfalmente de pueblo en pueblo. Mientras estaba de misión en Ibiza oye en su interior una palabra de María: “Hasta ahora no me has conocido, porque yo no me he revelado a ti; en adelante me conocerás y me amarás” (MR 1,5).
         María le hará comprender el motivo por el que ella se alejaba cuando él la invocaba; “Yo, considerada como una mujer particular, mirada como individuo, no soy el último y el perfecto término y objeto de tu amor, no soy tu cosa amada. Y para que no te extraviaras, yo hace años me retiré de ti; tú me buscabas, tú me llamabas y no respondía, porque me mirabas como una virgen singular, como un individuo, y bajo este aspecto no convenía me miraras” (MR 1,12).
      La Iglesia es una persona mística, pero está formada por muchos miembros unidos a Cristo, que es su cabeza. El P. Palau buscaba un símbolo o una imagen capaz de representar a la Iglesia para poderse relacionar espiritualmente con ella. En un principio recurría a las mujeres bíblicas: Raquel, Sara, Judit, Rebeca, Ester, Débora, pero ellas no eran un reflejo fiel de la belleza y de las cualidades que él contemplaba en la Iglesia, ya que la representaban muy imperfectamente.
Se le revela que la única que puede representar con fidelidad a la Iglesia es la madre de Jesús: “María Virgen es el único tipo, la única figura que en el cielo representa con más perfección la Iglesia santa” (MR 1,36). Dirá también: “Una mujer, la más perfecta que Dios ha criado, ni es más que una figura, una sombra, una imagen y un bosquejo muy tosco de la Iglesia de Dios. Sólo esta purísima Virgen reúne en sí con toda plenitud y perfección aquella inexplicable belleza y amabilidad que busca nuestro corazón” (MR 11,19).
También comprende que la Iglesia tiene en ella toda la belleza de María, de Cristo que es su cabeza y de todos los santos, por ello la belleza de la Iglesia considerada como cuerpo místico, es mucho más grande que la belleza de María. “En mí verás una mujer toda pura siempre virgen, verás en mí una virgen, obra perfecta y acabada de la mano del Omnipotente. Y esa misma luz, elevándote más arriba, te descubrirá, en mí y por mí, otra virgen sin ninguna comparación más bella que yo, que es la congregación de los santos bajo Cristo, su cabeza, esto es, la Iglesia santa. De ella yo no soy más que una sombra, una figura, que si bien es la más perfecta de las puras criaturas, pero en relación y frente la cosa figurada, hay la diferencia inmensa de la sombra a la realidad. Tal soy yo en relación con la Iglesia, de la que soy miembro, parte y tipo. Te basta por ahora mi sombra; en ella me verás siempre a mí, y en mí verás, como la imagen en el espejo, la Iglesia santa que es tu Esposa” (MR 1,26).  “Yo soy el tipo único, perfecto y acabado de la Iglesia (...) Yo no soy el término último del amor del hombre, sino que soy la figura de la Iglesia, virgen pura y madre fecunda” (MR 8,15).

 

2.6. La Iglesia como esposa del sacerdote


Francisco Palau había pedido reiteradamente la intercesión de María, para que Dios le hiciera conocer su voluntad, y al cabo de poco el Padre le manifestó en Ciutadella que le hacía participar de su paternidad. Años más tarde, cuando se iniciará una relación esponsal con la Iglesia, María también estará presente con su poderosa intercesión.
    Cuando es introducido a relacionarse con la Iglesia desde un amor esponsal el  P. Palau se siente revestido místicamente con los ornamentos sacerdotales.
“María, dirigiéndose al Anciano, le dijo: Padre eterno, este sacerdote que veis sobre el altar ama a tu Hija, la Iglesia santa, y te la pide por Esposa suya .
El Padre»: Mi Hija es su Hija, y mi Hija y su Hija, es Esposa suya.
La Virgen a su Hijo»: Hijo mío, el sacerdote que ves pre­sente sobre el altar ama a tu Esposa; el Padre  se la da por Hija, y tú dásela por Esposa.
El Hijo»: El Padre y yo hemos ordenado que tenga la Igle­sia en la tierra padre
que la ame como Hija, y amante que se una con ella como Esposa.  Y puesto que
el sa­cerdote por quien tú abogas la ama, yo se la doy de nuevo por Esposa,
como mi Padre se la ha dado por Hija”(MR1, 30).
          El beato Francisco Palau hace entonces donación de sí a la Iglesia: “Recibe, oh Iglesia santa, acepta, oh Virgen bella, esta prenda de mi amor para contigo: sea la señal de la entrega de mí a ti en sacrificio sobre este altar.  Y tú, altar, seas testigo que yo ya no soy mío, que ya no me pertenezco a mí mismo, que soy herencia y propiedad de mi Amada" (MR 1,30).
        Y de ahora en adelante María será para él la imagen de la Iglesia, con la que se podrá relacionar: “Yo represento aquí tu Esposa, la Iglesia santa, y en nombre suyo yo acepto la ofrenda y el sacrificio: perteneces ya a tu Esposa, eres todo suyo. Durante el tiempo que vivas sobre la tierra, ámala, sírvela de padre y de esposo; ella, sabrá corresponder a tu amor” (MR 1,30).
        Fruto de esta experiencia espiritual dirá de la Madre de Jesús: "María no sólo es el tipo y la figura más perfecta posible de la Iglesia para el que se enlaza con ésta, sino que es constituida medianera la más poderosa para este enlace sagrado entre la Iglesia y su amante. Por cuyos títulos debe invocarse y servirse de ella en nuestras relaciones con la Amada” (MR 11,20)
        En su encuentro con la Iglesia como esposa, se realiza en él los síntomas de un verdadero enamoramiento, la contemplación de la Iglesia le ha robado todos los afectos de su corazón, hasta el punto de “ser esclavo de mi belleza, que por mí y para mí sacrificas tu ser, tu existencia, tu vida, cuanto eres y cuanto tienes“ (MR 20,10). Pero a él le llena de gozo poder relacionarse con “la más casta, la más pura y la más santa de las vírgenes” (MR 4,24) “Tu eres mi herencia, mi patrimonio y las delicias de mi corazón” (MR 5,6). Sus palabras recuerdan al salmista: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sal 15, 5-6). 
        La Iglesia es la belleza infinita que él durante tantos años había buscado ansiosamente, “Eres tú, ¡oh Iglesia santa, mi cosa amada! ¡Eres tú el objeto único de mis amores. (...) La pasión  del amor que me devora hallará en ti su pábulo, porque eres tan bella como Dios, eres infinitamente amable” (MR III 2). El P. Palau  queda cautivado por la belleza de la Iglesia, que se le hace presente como una “mujer infinitamente amable, bella, afable, siempre joven, sin arruga ni defecto, perfectamente formada, grave, reservada, casta, virgen, madre fecunda, nunca enferma, siempre sana y con buena salud, robusta, de una inteligencia infinita, bella como Dios, fuerte, invencible, amante, inmutable, constante, sin debilidad, rica, señor del mundo, reina de todo lo creado[10].
        En las descripciones que el beato Francisco Palau hace de la Iglesia, como santa Teresa las hacía de la belleza de Cristo, se singulariza la Iglesia de Roma que sobrepuja a todas en belleza. “Entré en el Vaticano, y desde las puertas vi sentada sobre el trono del sumo pontificado a la Mujer del Cordero (Ap 19, 7-9; 21,9). Su belleza era inmensa e indescriptible.  (...) Yo temía acercarme a ella. Y uno de los príncipes que la rodeaban se acercó a mí y me dijo: «No temas, acércate. Esa Mujer es tu Madre, tu Reina, y Soberana, es tu cosa amada, es tu Esposa, es la Iglesia santa militante sobre la tierra». Al acercarme vi su belleza; y era tanta, que todas las bellezas creadas no son más que una sombra oscura tras la que brilla su hermosura como imagen del mismo Dios. Siempre joven, siempre virgen, toda perfecta, sin tacha ni arruga, infinitamente amable” (MR 19,6). 
        El P. Palau observará la transformación que ha obrado en él el encuentro con su Amada: “Cinco años ha que mi vista no se aleja de ti. Desde que te vi, mi corazón quedó herido de muerte, y ya no me es posible amar otra cosa que a ti” (MR 8,33). La presencia interior de la Iglesia lo deja herido de amor: “Yo te veo siempre de nuevo, y cuanto más te miro más bella te hallo, más te amo, más hermosa y amable te siento, y eres para mí tan nueva, que cada día me parece es la primera vez que te veo, amo y poseo” (MR 9,35). Pero no hay gozo sin alegría, y surgió en él el dolor de su indignidad respecto a la Iglesia, y el miedo que  por causa de sus pecados pudiera desaparecer la presencia de su Amada, la Iglesia, esto lo temía más que la cárcel o todo tipo de persecuciones, de que también fue objeto.
Para comprender mejor sus relaciones esponsales con la Iglesia reflexionará sobre las diversas formas de relación.

“«La amistad»:  Nuestras relaciones están fundadas en el amor mutuo de los dos, y el primer grado / es la amistad. Pero una simple amistad está muy lejos de satisfacer los apetitos del corazón; debe, por consiguiente, haber más que amistad simple.
«La paternidad y maternidad»: Hay entre los amantes relaciones de maternidad, y éstas son ya más fuertes. Tú, Amada mía, eres mi madre, y hay entre los dos, relaciones de hijo a madre. (...) En el curso de mi vida, tú, oh Iglesia santa, me has amamantado de la leche de tu doctrina, y con tu Espíritu  vivificador me has sostenido como buena madre en el seno de tu amor. (...) Yo no te conocía, oh madre tierna, y tú, para dar calor a mis resoluciones santas, me apretabas a tus pechos y fomentabas mi piedad y devoción y el amor a cosas santas y eclesiásticas. Pero estas relaciones tampoco satisfacen ni llenan el vacío del corazón: relaciones de madre.
«Los desposorios»: Yo soy tu esposo y tú eres mi Esposa. Estas son las relaciones que van directamente a llenar el corazón, porque unen en esta vida con la perfección que permite la condición de mortal a los dos amantes. La simple amistad puede hallarse sin constituir familia, la maternidad constituye familia y hay comunidad de bienes, pero los desposorios constituyen familia, hacen comunidad de bienes y personas. Los desposorios son la entrega mutua de los amantes uno a otro; y el amor es el que une los amantes, haciendo esclavo uno de otro” (MR 22,22-24).

Dios va enriqueciendo progresivamente esta relación esponsal, que toma características trinitarias: “La eterna Paternidad en Dios, mirándose a sí mismo en los dos, esposo y Esposa, viendo en ellos su propia belleza, los enriquece a los dos cuanto compete a cada uno: al esposo le da en dote fe, esperanza y caridad; y la Esposa, en correspondencia a la fe del viador, le comunica la visión, y, en razón de la esperanza y de la caridad, la posesión y fruición de todos los goces celestes; y así, ricos, cuanto corresponde a tales amantes, los presenta semejantes a sí en el día de las bodas” (MR 22,33).
        El beato Francisco Palau podía encontrar la presencia de su Amada donde fuera, la podía encontrar en la soledad o en medio de la ciudad, porque allí donde haya un fiel allí está ella. En sus largas meditaciones sobre su vinculación con la Iglesia, descubre la profunda unidad existente entre la vida contemplativa y la vida activa, entre la vida terrena y la celestial: “En la soledad seré tu compañera, y en medio de los pueblos yo no te dejaré; en vida estaré contigo, y tras las sombras de la vida presente me verás y estaré contigo a cara descubierta en gloria” (MR 8,13).
        Pero su deseo más profundo era vivir en la tierra una unión cada vez más profunda con su Amada; ésta tiene lugar en la Eucaristía, “Sólo puede satisfacer los deseos del corazón la unión de amor de esposo fiel, consumada en tu altar con la participación del augustísimo Sacramento” (MR 22,26). En la Eucaristía aunque de una manera misteriosa pero real se realiza la unión de todos los miembros entre sí y con su cabeza: “En el augustísimo Sacramento del altar, allí todos -los días representada en su Cabeza invi­sible, Jesús mi Hijo allí ella se unirá contigo de nuevo. Dándote su Cabeza sacramentalmente, se te da toda ella por amor mística y moralmente; y unién­dote allí sacramentalmente con la Cabeza, te unirás moralmente con todo su cuerpo. Allí, comiendo la car­ne de Cristo su Cabeza, te harás con ella carne de sus carnes, hueso de sus huesos; allí te unirás con ella, y ella contigo en matrimonio espiritual, y te gozarás de ella y ella contigo con aquel gozo espiritual que el mun­do y la carne no conocen.  Tu amada Esposa, tu Hija, está y estará en el templo de Dios vivo día y noche, su Cabeza -Cristo Sacramentado- reclinada, sobre el altar. Cuida de ella -la militante- enjuga sus lágrimas, ­ consuélala en sus aflicciones, alivia sus pesares; lo que harás  por ella en la tierra, ella te lo volverá y hará por ti en el cielo” (MR 1, 31).
        Pero no siempre vivirá en la certeza de estas relaciones con su Amada, y ante las dudas hará actos de fe, y decidirá poner por escrito estas vivencias eclesiales para que le confortaran en momentos de oscuridad. Éste será el libro de Mis relaciones con la Iglesia de Dios.

2.7. Proclamar y defender  la belleza de la Iglesia

Una de las misiones que se sentirá fruto del amor esponsal con la Iglesia será llamado a revelar a todos la  belleza de la Iglesia para que todos la amen.
En una sociedad donde se luchaba denonadamente con todos los resortes posibles para hacer desaparecer a la Iglesia al  menos del ámbito público y reducirla al ámbito privado, el P. Palau se sentirá llamado a mostrar al hombre viador su inmensa belleza. “Es llegada la hora en que yo quiero con mucha más claridad revelarme a los hombres. He venido a ti para que descubras mi figura. (...) Yo te he escogido a ti para revelarme al mundo” (MR 4,28; 6,2). Y lo hará por medio de la reflexión teológica y de dibujos e imágenes, que constituirá  el álbum de La Iglesia de Dios figurada por el Espíritu Santo, de la que sólo describiría la Iglesia triunfante, donde le hombre por la misericordia de Dios deberá vivir eternamente. 
No sólo proclamará la belleza de la Iglesia en sus escritos, en sus predicaciones, sino que a la vez luchará denodadamente para que esta belleza de la Iglesia no sea manchada por sus miembros. Ya que para fue profundamente doloroso y penoso alcanzar de Dios misericordia a favor de la Iglesia en España, ya que se consideraba que su situación era a causa de los pecados de los hijos de la Iglesia.
Por una parte trabajará denodadamente en la evangelización, siendo un excelente colaborador de los obispos, como fue la fundación de la Escuela de la Virtud, para secundar los planes evangelizadores del obispo de Barcelona Costa y Borrás. En el  panegírico a la muerte de este prelado será mencionada como la obra más importante de su pontificado. Por otra  luchará denodadamente contra las irregularidades en las decisiones de los obispos.
Realmente el P. Palau no fue ciertamente profeta entre algunos prelados de su diócesis[11]. En una ocasión protestó con firmeza porque un obispo siguiendo las instrucciones gubernamentales le disolvió una pequeña comunidad de hermanas que él había fundado. Este obispo consideró que se había comportado con él de forma insolente. Cuando supo este obispo, que ya residía en otra diócesis, que el P. Palau se le había pedido que predicara el mes de mayo en Lleida, escribió al obispo de Lleida para que no admitiera que el P. Palau predicara en su diócesis.  Éste por respeto a su cohermano en el episcopado, y sin juzgar la causa con independencia de juicio, quitó las licencias ministeriales al P. Palau para actuar en la diócesis de Lleida. Ni aunque fuera en ayuda de su pueblo natal en la que  se había declarado una epidemia de tifus. Intervino también una sobrina suya que hizo valer todas sus influencias para que su tío el P. Palau fuera desterrado de Barcelona y de Lleida y así no poder salvar sus intereses. Si no lo consiguió con el obispo de Barcelona que contestó a la demanda de su sobrina “Tienes tu padre y tu madre con tu tío, el P. Palau; marcha allá arréglate con ellos. En asuntos de interés puramente material de familia, yo no soy ni quiero ser vuestro juez”. En cambio consiguió que el obispo de Lleida lo desterrara de su diócesis natal. Urgido por necesidades familiares ir a Aitona a su pueblo natal, lo hará no por la vía de la desobediencia sino con base legal. Pero le pide que el obispo revoque amistosamente la censura sino que llevará la censura  por las vías jurídico-administrativas.
En una carta le dirá a este obispo: “Un poder absoluto, libre, independiente de las formalidades que consigna las leyes para juzgar, condenar y sentenciara los súbditos de la Iglesia no puede sostenerse. (...) Lanzar censuras eclesiásticas sin seguir en ellas los trámites fijados por las leyes, este hecho es una predicación muy elocuente que se hace sentir con fuerza en el corazón de los pueblos donde se verifica y dice: 1. Que el derecho canónico y sus leyes ya ha caído en desuso. 2. Que ha sido sustituido por el juicio infalible del obispo y por su voluntad, como ley suprema a la que debemos rendirnos sin queja ni apelación. 3. Los hombres de talento y de ciencia, persuadidos que ha sido, es y será siempre una abominación condenar al indefenso, unos pierden la fe y la confianza en la Iglesia de Dios, atribuyendo falsamente a todo el cuerpo de los obispos lo que es falta del individuo; y otros, más firmes para creer que ella es columna de verdad y modelo de justicia ante todas las naciones, tienen necesidad de estudios profundos para no perderse, y los débiles y falsos pierden la fe por carecer de ellos” (Cta. 128, 6.9).
Se mantuvo firme en que el obispo rectificara en su decisiones arbitrarias, por ello le dirá “ S.S.I. cree haber procedido recta y justamente condenando a penas durísimas a un indefenso, no sólo pido la revocación de la censura, reparación del honor y protesto contra los principios y doctrinas en que se funde la tal jurisdicción, sino que, como eclesiástico, apelo al tribunal de la fe, en Tarragona al metropolitano, en Madrid al supremo de justicia, y en Roma al de Propaganda Fide, como misionero apostólico perteneciente a esta Congregación” (Cta. 128, 7).
Sólo llegó a recurrir al tribunal metropolitano de Tarragona, pero al final consiguió que el obispo  de Lleida le retirara la censura, el único obispo que le había “suspendido a los 57 años de edad”.
 Con su firmeza en la defensa del derecho canónico no sólo velaba por la belleza de la Iglesia,  y los derechos de los fieles, sino que velaba por el bien del obispo de Lleida,  ya que éste debería dar cuenta a Dios de haber condenado a un inocente, de esta forma colaboró a la salvación y santificación de este prelado,  que al cabo de poco tiempo murió mientras estaban ambos en Roma.
Esta firmeza en defensa del respeto al Derecho canónico por parte de los obispos no perjudicaba su vida espiritual, sino que esta  iba avanzando en el conocimiento de su Amada la Iglesia. El Padre Palau lleno de espíritu profético, como otro Elías, se sentía llamado a denunciar toda injusticia tanto de las autoridades eclesiásticas como civiles. Siempre fue declarado inocente en todos los juicios en que se vio envuelto con las autoridades civiles, aunque llegara la sentencia de su inocencia  después de su muerte.

2.8. El sacerdocio en el P. Palau

La vocación religiosa del P. Palau aparece definida desde sus inicios y a través de toda su vida. En cambio la vertiente sacerdotal tendrá una evolución progresiva, paralelalmente al pensamiento y visión que se le irá desvelando sobre el misterio de la Iglesia.
Parece ser que sus superiores habían decidido que fray Francisco Palau fuera ordenado sacerdote. Pero al ser incendiado su convento cuando era diácono, y a raíz de su forzada exclaustración  tuvo que  replantearse su vocación y el camino  a seguir. También se puso en contacto con sus superiores acerca de lo que debía hacer, estos le indicaron que debía ordenarse.
Sólo aceptó solicitar la ordenación sacerdotal después de  estar convencido de que el sacerdocio no lo apartaría de la vocación carmelita a la que se sentía llamado y por ella dejó el seminario de Lleida. De ello da testimonio en Vida Solitaria:  “Cuando mis superiores me anunciaron que debía ordenarme, jamás me parece aceptara el sacerdote si me hubieran asegurado que en  caso de verme obligado a salir del convento debería vivir como sacerdote secular, pues a mi parecer nunca sentí esta vocación, y si consentí en ser sacerdote fue bajo la firme persuasión de que esta dignidad en modo alguno no me alejaría de mi profesión religiosa”(VS 11). 
Pero,  ante su sorpresa,  la ordenación sacerdotal lo transformó interiormente. Del momento de su ordenación el P. Francisco Palau dirá: “Habiéndome la Iglesia por ministerio de  uno de sus pastores impuesto las manos sobre mi cabeza, el espíritu del Señor, que vivifica ese cuerpo moral, me mudó en otro hombre, a saber en uno de sus ministros, en uno de sus representantes sobre el altar, en sacerdote del Altísimo”(VS18).
Cuando místicamente se sienta llamado a participar de la paternidad de Dios sobre la Iglesia, lo será por su condición no de bautizado,  sino de sacerdote de Cristo: “Tu eres sacerdote del Altísimo  (...) Esa es mi Hija muy amada. En ella tengo mis complacencias: dala mi bendición” (MR II,2). Lo mismo sucede cuando se le concede el don relacionarse con la Iglesia con amor esponsal por intercesión de María: “Hijo mío, el sacerdote que ves pre­sente sobre el altar ama a tu Esposa; el Padre se la da por Hija, y tú dásela por Esposa. -El Hijo: El Padre y yo hemos ordenado que tenga la Igle­sia en la tierra padre que la ame como Hija, y amante que se una con ella como Esposa.  Y puesto que el sa­cerdote por quien tú abogas la ama, yo se la doy de nuevo por Esposa, como mi Padre se la ha dado por Hija” (MR 1, 30). En ambas experiencias se siente revestido místicamente de los ornamentos sacerdotales.
         Para comprender mejor esta experiencia esponsal con la Iglesia de la que da testimonio el beato Francisco Palau se puede entender desde esta perspectiva: Cristo no se reserva nada para  sí: nos permite dirigirnos a su Padre como Abba, a acoger a María como madre nuestra, a tener su mismo Espíritu, a comer su sangre y su cuerpo en la Eucaristía, a acoger su Palabra de salvación. Pero al sacerdote que es otro Cristo, el Señor le hace partícipe del amor esponsal que constantemente recibe de la Iglesia tanto celestial como peregrina, vivido conscientemente por las mujeres consagradas. Este amor sólo lo posee Cristo, el esposo de las vírgenes, y glosando las palabras del Cantar de los Cantares: “Eres jardín cerrado, hermana y novia mía;  eres jardín cerrado, fuente sellada. Yo vengo a mi jardín, hermana y novia mía; a recoger el bálsamo y la mirra, a comer de mi miel y mi panal, a beber de mi leche y de mi vino” (Cant  5,1). Y Cristo le dice a los sacerdotes, que son otro Cristo con él, “Comed, amigos, bebed, embriagaos de amor” (Cant 5,1).
         El beato Francisco Palau es testimonio privilegiado de los bienes espirituales que Dios concede a los que viven con radicalidad el celibato sacerdotal. Como Inés, Clara de Asís, Catalina de Siena, Teresa de Jesús, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Teresa de los Andes... son testimonios privilegiados de la belleza del amor esponsal a Cristo por un don del Espíritu Santo.
         Todos ellos son testimonio de que son ciertas las palabras de Cristo, “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mi como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva” (Jn 7,37), incluso en el amor esponsal, paternal y maternal que todo hombre y mujer se sienten íntimamente llamados vivir. 
Dios no se deja vencer en generosidad, y si un hombre o una mujer consagra a Cristo su capacidad de amar esponsalmente, Dios se lo recompensa mil por uno.  Como dice el P. Avelino Fernández s.j. “Dios da el ciento por uno en casa, hermanos y hermanas, madres, hijos y campos, pero en la castidad Dios da mil por uno”.
Quizás en esta vida terrena sólo algunas mujeres consagradas, por un don del Espíritu Santo implícito en el bautismo, podrán experimentar el gozo de amar y sentirse amadas esponsalmente por Cristo. Pero en el cielo nuevo y en la tierra nueva todos quedarán sobrecogidos de poder contemplar eternamente la belleza y el amor de Cristo esposo de la Iglesia y sentirse amados por El.
De la misma forma los sacerdotes podrán recibir de Cristo su amor de hermano, de amigo entrañable, pero unidos a El podrán experimentar eternamente el gran amor esponsal con que Cristo es amado por la Iglesia. Ya que Cristo no se reserva nada para él y todo lo quiere compartir, de forma particular con el sacerdote que por el sacramento del Orden, ha sido constituido en otro Cristo como él: “Padre a los que tu me has dado, quiero que a donde yo esté, estén también conmigo... para que les inunde mi alegría” (Jn 17, 24 y 13).

2.9. Proyección eclesial de la experiencia espiritual del B. Francisco Palau

La experiencia interior que el beato Francisco Palau tuvo de la Iglesia como persona mística, y su relación con ella desde la filiación, paternidad y el amor esponsal es para que ser comunicada a los demás.
Él se preguntaba porque el Padre se le había revelado a él que se encontraba incapaz de corresponder a este amor. Comprenderá en su interior: "No por ti, sino por mi Iglesia, yo te he revelado, descubierto y manifestado a mi Hija muy amada; y ella se ha revelado a ti, y te he dado por Esposa, para que hagas de su belleza la descripción y para que escribiendo y predicando de ella la conozca el mundo, la ame y deje de odiarla y perseguirla. Llega ya el tiempo en que la Iglesia ha de revelarse y darse a conocer al mundo y a los hombres, la verán y la amarán. La fe en ella casi extinguida, se levantará cual cometa, que será el signo de los últimos días de su peregrinación sobre la tierra" (MR 3,14).
Francisco Palau recibió la misión de anunciar a todos los pueblos del mundo la belleza infinita de la Iglesia para que fuera amada. Hoy cerca de tres mil hijas espirituales del Beato F. Palau presentes en unos treinta países de cuatro continentes del mundo, aman, sirven a la Iglesia en sus necesidades, y enseñan a todos a amar filialmente a la Iglesia. Todo aquel que lea atentamente y con perseverancia los escritos del beato F. Palau obtendrá como fruto espiritual un amor entrañable a la Iglesia.
Se podría decir que cuando el beato Francisco Palau entra en la eternidad es engendrada -en el seno de su madre- santa Teresa del Niño Jesús, ya que entre la muerte del beato Francisco Palau y el nacimiento de la santa de Lisieux hay nueve meses y trece días. Pero hay algo que diferencia profundamente a estos dos santos del Carmelo. A la muerte de Santa Teresa del Niño Jesús fueron publicados sus escritos espirituales. Hace un siglo que estos escritos espirituales no dejan de hacer bien a todos los que los leen. Sus pensamientos han quedado integrados en la espiritualidad de nuestro tiempo, hasta el punto de que Juan Pablo II la ha declarado doctora de la Iglesia.
Esto no ha sucedido con los escritos del Beato F. Palau. Hasta el año 1997 no fueron publicados sus escritos íntimos: “Mis Relaciones con la Iglesia". Los estudiosos de la Iglesia que los leen, quedan admirados por la profundidad con que intuyó el misterio de la Iglesia. El P. Palau, alejado de los centros europeos donde se elaboraba la teología sobre la Iglesia, llegó a conclusiones todavía más profundas por el camino de la experiencia mística[12]. También los sacerdotes que han tenido la oportunidad de leer este libro y lo han comprendido, han intuido el profundo amor de Cristo hacia el sacerdote.
Si hubieran sido publicados sus escritos después de su muerte, hoy formaría parte del patrimonio espiritual de la Iglesia. Teológicamente el conocimiento sobre el misterio de la Iglesia habría avanzado mucho más.
Dios le concedió al P. Palau descubrir a la Iglesia como un ser personal capaz de amar y ser amado, capaz de saciar toda la capacidad de amar del corazón humano. Afirmación que va mucho más allá de la que definió el Concilio Vaticano II. Sólo Pablo VI en su encíclica "Eclesiam Suam", se acerca algo a la experiencia que ya estaba profundamente instaurada en el interior del bto. F. Palau. En esta encíclica este Papa decía: “El misterio de la Iglesia no es un simple objeto de conocimiento teológico, ha de  convertirse en una vivencia, en la cual antes de tener una noción clara, el alma fiel puede tener incluso una experiencia connatural" (n. 35).
Si los escritos del bto. F. Palau formasen parte de la espiritualidad de nuestro siglo como los de santa Teresita, muchos de los  miles de sacerdotes que,  con la crisis postconciliar se secularizaron, buscando ser amados por un amor femenino, estos escritos del P. Palau les hubiesen ayudado a descubrir que en la fidelidad radical al celibato sacerdotal podían encontrar este amor que buscaban, como lo encuentra la mujer consagrada en Cristo.
Además, si hubiera sido mínimamente conocida la riqueza de la experiencia del bto. Francisco Palau, del sacerdote como esposo de la Iglesia, cuando Pablo VI en su encíclica Sacerdotalis Caelibatus invitaba: “a los estudiosos  de la doctrina cristiana y a los maestros de espíritu y a todos los sacerdotes capaces de las intuiciones sobrenaturales sobre su vocación, a preservar en el estudio de estas perspectivas y penetrar en sus íntimas y fecundas realidades, de suerte que el vínculo entre el sacerdocio y el celibato aparezca cada vez mejor en su lógica luminosa y heroica, de amor único e ilimitado hacia Cristo Señor y hacia su Iglesia”(n. 25), hubiera podio aportar el ejemplo luminoso de la experiencia eclesial del bto. Francisco Palau para que fuera profundizada en orden a dar sentido al celibato sacerdotal, entonces y ahora tan cuestionado.
 El bto. Francisco Palau es un testimonio viviente de que Dios no se deja vencer nunca en generosidad. Él fue tan fiel en servir a la Iglesia como un hijo sirve a su madre en situación de extrema necesidad, que Dios le hizo partícipe de su paternidad sobre la Iglesia. Fue tan fiel en su entrega paternal a favor de su Hija la Iglesia que Cristo por intercesión de María le concede ser esposo de la Iglesia. Además lo que él ofrecía a Dios en bien de la Iglesia en España, le concede vivenciarlo desde la experiencia esponsal. La Eucaristía que ofrecía en reparación de los pecados de la Iglesia, será el lugar del encuentro profundo entre él y su Amada. Si antes suplicaba que María fuera su intercesora a favor de la Iglesia en España, será ella la mediadora para que se realice el enlace nupcial entre él y la Iglesia....
Nos podemos preguntar las gracias con que Dios favoreció al beato Francisco Palau son sólo un premio a su  insobornable fidelidad en el servicio de su Iglesia, o más bien es un testimonio privilegiado para hacer conocer a la Iglesia como persona mística, donde todos los que como él participan del sacerdocio ministerial de Cristo, puedan establecer con la Iglesia  una relación paternal y esponsal. Se puede afirmar que las gracias por  él recibidas y algunas de ellas narradas en su diario íntimo “Mis Relaciones con la Iglesia”, son prenda de lo que están llamados a vivir  los sacerdotes. Su larga búsqueda de  40 años  es una luz que señala el camino para que sus otros hermanos en el sacerdocio puedan experimentar la responsabilidad de su paternidad hacia la Iglesia, y el gozo de sentirse amados esponsalmente por la Iglesia.
 De la misma forma que Isabel de la Trinidad intuía que su misión póstuma en el cielo sería el fruto de la labor de toda su vida espiritual: “Atraer a las almas, ayudándolas a salir de ellas mismas para unirse a Dios por un movimiento todo sencillo y amoroso, y guardarlas en este silencio interior que permita a Dios imprimirse en ellas y transformarlas en El mismo[13]. El bto.  Francisco Palau en el cielo su misión debe ser también ayudar al sacerdote a descubrir a la Iglesia como su Hija y su Esposa, y como dijo pocos días antes de morir a una familia amiga, “Como me voy al cielo, reclamadme, reclamadme que os ayudaré”.
Si aquí en la tierra los sacerdotes no perciben estas gracias espirituales de forma análoga a la experimentada por el beato Francisco Palau, no por ello dejarán de vivir estas realidades en la Iglesia celestial, quizás aún de forma más plena porque han debido vivir con una fe más desnuda de todo consuelo espiritual su ministerio sacerdotal en bien de la Iglesia. Así lo expresa con toda claridad el beato F. Palau: “Si tu no te hubieses revelado, así hubiera desaparecido de entre los mortales sin relacionarme contigo. ¡Qué sorpresa la mía cuando te hubiera visto sin velos en el cielo!” (MR 22,17).
En distintas ocasiones el beato Francisco Palau repite que esta experiencia esponsal con la Iglesia está reservada  a “amantes castos, puros y vírgenes como yo” (MR 7,10). Pero al final de sus escritos  dirá: “En cuanto sacerdote, soy esposo tuyo; y si yo amara otra belleza fuera de ti, fuera tu esposo pero infiel y adúltero; y si me uno  a ti sacramentalmente y no tuviera el amor que me pides, fuera esposo infiel, adúltero y sacrílego (...) Sólo puede satisfacer los deseos del corazón la unión de amor de esposo fiel, consumada en tu altar con la participación del augustísimo Sacramento” (MR 22,26).
El ser esposo de la Iglesia está reservado a todo sacerdote  fiel o infiel. Ciertamente que su experiencia esponsal puede ayudar afirmar a muchos presbíteros en la fidelidad a su celibato sacerdotal, pero también puede ayudar a los que en “momentos de oscuridad y nubarrones se desperdigaron” (Cf. Ez 34,12) para reencontrar la belleza del celibato sacerdotal y descubrir las dimensiones esponsales y paternales del sacerdocio.



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Escrito finalizado, el 12 de septiembre de 2003

                                     
TEXTO INSCRITO EN EL REGISTRO DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL DE BARCELONA (ESPAÑA), CON EL N. B-5411-03.


[1] Las referencias de las citas sobre los escritos del bto. F. Palau son del libro: Francisco Palau, Escritos, (Col. Maestros Espirituales, 7), Burgos, Ed. Monte Carmelo, 1997.
[2] Fue para el bto. F. Palau tan importante que entre él y la Iglesia se establecieran relaciones esponsales que en su libro “Mis Relaciones con la Iglesia[2] llegará a describir varias veces las progresivas etapas por las cuales la Iglesia se le ha ido revelando.

[3] F. García de Cortazar “La Iglesia en España: Organización, funciones y acción” en Enciclopedia de historia de España, dirigida por M. Artola, Madrid, Alianza Editorial, 1988, Vol. III, 56-57.
 [4] Gabriel Beltrán, "Los carmelitas descalzos de Barcelona en los días de vida conventual del P. Francisco Palau y Quer (1832-1835)" en Una figura carismática del s. XIX, El P. Francisco Palau y Quer, Apostol y Fundador, Imprenta Monte Carmelo, Burgos, 1973, pp. 89-123.
[5] F. Palau y Quer, Lucha del alma con Dios, Ed. Carmelitas Misioneras, Roma, 1981, p. 7.  

[6] Eulogio Pacho, notas al texto de Mis relaciones, Ed. Carmelitas Misioneras, Roma, 1977, 344-345.
[7] Citado por Josefa Pastor, Francisco Palau, La libertad del amor, Madrid, Ed. Carmelitas Misioneras Teresianas, 1988, 154.
[8] Ibid., 154.
[9] Francisco Palau, “Lucha del alma con Dios” en  Escritos, Burgos, Ed. Monte Carmelo, 1997, n. 12, p. 37.                                                                                                                                                                                       
[10] Armand Duval “Introduction” a Mes relations avec l’Église, de Francsico Palau y Quer, OCD, Roma, Ed. Carmelitas Misioneras Teresianas , 1987, p.XIX.
[11] Cf. Ramiro Viola, Historia de la congregación de las Carmelitas Misioneras Teresianas. El Fundador: P. Francisco Palau y Quer. Varón de contrariedades, Roma, Ed. Carmelitas Misioneras Teresianas, 1986, 504-531.  
[12]  8. Cf. Ramon Torrella Cascante “Fisonomía sacerdotal, apostólica y espiritual del P. Palau y Quer, L´Observatore Romano, Ed. Española, 276 (14-4-1988) 24.

[13] Isabel de la Trinidad, Obras Completas, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1986, “Carta 335), 916. 

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